Otras miradas

Liturgia de lo escénico ('Los Gestos') 

Carlos García de la Vega 

Gestor cultural y musicólogo

Escenario de la Casa de la Ópera en París, Francia.
Escenario de la Casa de la Ópera en París, Francia, en una imagen de archivo.

Recuerdo un atardecer del mes de agosto de hace unos cuantos años, cuando ya todas las actividades culturales de la temporada estaban terminadas, que pasaba por delante de la Plaza de la Escandalera en dirección a la calle Uría, en Oviedo, cuando me di cuenta de que el teatro Campoamor estaba encendido por dentro. En una ciudad grande uno puede imaginar que durante todo el año la actividad en las salas de casi todos los teatros es constante, bien porque no paren con la exhibición durante el verano, bien porque se estén ensayando nuevos espectáculos para la reentrée. En una ciudad como Oviedo, que tantas veces duerme heroicamente la siesta, sin embargo, con una programación cultural tan tasada, y con un coliseo como el Campoamor, se trataba de algo excepcional. Lo mejor es que en aquel momento solo pude pensar en algo así como "la promesa de un teatro encendido". Seguramente fuese algo protocolario, seguramente fuese una simple inspección de mantenimiento de las luces de los vestíbulos, foyers y el Salón de Té. Pero mi imaginación salió disparada en todas direcciones, como unos fuegos artificiales, fantaseando qué podría estar pasando –tan extemporáneamente– dentro del edificio. Porque, efectivamente, un teatro sin público, pero con cosas pasando dentro es la promesa de mil y una maravillas, es ese proceso de cocción lenta, de preparación para completar el ejercicio comunicativo que es lo escénico. Aunque ese algo sea que todas las luces de los vestíbulos funcionen cuando esa liturgia escénica vuelva a ser convocada.  

Tengo la enorme suerte de acompañar profesionalmente a todo tipo de artistas escénicos, sobre todo músicos, y, muy a menudo, mientras ensayan, hacen pases técnicos, pruebas de luz, tengo tiempo de deambular por los vestíbulos, patios de butacas, anfiteatros vacíos. La sensación de estar en un teatro vacío es una experiencia impresionante, como aquella vez que estuve, con catorce o quince años, en una proyección de La Edad de la Inocencia de Scorsese, en un cine –de los antiguos– absolutamente solo. Hay algo de sacrilegio, de profanar un sagrario o un sanctasanctórum. Hay algo de sensación de privilegio o de excepcionalidad en estar allí sin ser un artista, aunque te dediques profesionalmente a ello. 

Una situación similarmente emocionante es quedarse entre bambalinas durante una representación. Ser consciente de las costuras del espectáculo, ver a los actores, actrices, músicos cantantes, transmutar de su persona al personaje en el momento en el que cruzan los foros. Ver trabajar a los utileros, a la regidora, a las sastras, peluqueros y maquilladoras. Asistir a un cambio rápido de vestuario o a todo un mundo de engranajes que se fraguan de espaldas del espejo que tendría que ser la convencional cuarta pared... También asistir a un ensayo previo al ensayo general. Donde se para, donde se matiza, donde la obra está aún por ser, donde toda la materia escénica/musical está aún surgiendo, consolidándose, desbrozándose sobre sí misma...  

Pero hay un momento mágico, verdaderamente mágico por el que tengo especial debilidad, morbo y devoción. Ese momento en muchas ocasiones que dura segundos en el que el personal del teatro avisa de que el público va a empezar a entrar. Esa otra promesa como de agua desbordándose que es el público esperando para ocupar su localidad, que es su único y exclusivo tiro de cámara desde el que van a mirar lo escénico. Cada oficiante se ha ido a su lugar, a prepararse para la liturgia, el espacio está "repasado" para que parezca que todo está a punto de empezar, como si no estuviera todo sucediendo siempre, a la vez, encima de un escenario. Todo el mundo está en trance de estar en sus puestos y en su personaje. Ese preciso instante al que solo algunos tarados nos asomamos, por ser un tercio de voyeur, otro de creyente, y el último de sacrílego, es la magia misma del teatro, la consagración misma del tiempo detenido sobre lo que va a acontecer.  


Lo escénico siempre es un esfuerzo colectivo, mancomunado, su liturgia un milagro titánico por hacer que, en este tiempo de pantallas, de lo remoto, de lo online, todo tenga que suceder de una manera irrepetible, en ese tiempo, espacio que las personas que conforman el público han decidido comparecer como público, es decir como materia sacramental.   

Una experiencia escénica este año me ha quedado resonando en la persistencia de la memoria, de los sentimientos y de la emoción: Los Gestos de Pablo Messiez, para el Centro Dramático Nacional. Las obras de Pablo Messiez llevaban unos años siendo las absolutas favoritas sin discusión: Los días Felices, atravesada por la pandemia,  el final de exhibición de Las Canciones por Filomena, y más recientemente La voluntad de creer. Todo el mundo caía rendido. Todos sabemos lo peligroso que es eso en un negocio tan endogámico como el teatral en Madrid –endogámico como lo es todo en Madrid–. Tuve el privilegio de asistir a un ensayo con público la víspera de mi cumpleaños del 2023, y mi amigo Jesús Pascual (director de ¡Dolores, guapa!) y yo salimos fascinados con lo que acabábamos de ver. Recomendé a diestro y siniestro. Pero en las stories y tuits de Messiez vi en alguna ocasión, y lo recuerdo porque me llamó la atención, que el autor y director tenía que lidiar con una persona que "no había entendido" la obra y que parecían salir del teatro algo airada. 

No hay nada que entender, le hubiese dicho yo a aquella señora, simplemente hay que dejarse llevar por lo que el autor está proponiendo. Uno no va al teatro a que le cuenten un cuento. Al menos yo no voy a eso. Estoy cansado de los argumentos, de los cebos, de los cliffhangers y de los viajes del héroe. Uno va al teatro a presenciar la Liturgia de que sucedan cosas en escena, las que sean, para que, ya en soledad, paseando de vuelta a casa, a uno se le amontonen las preguntas, las ideas, las curiosidades, las digresiones... Yo nunca voy al teatro a encontrar conclusiones ni respuestas, aunque a veces me las encuentro sin quererlo. Supongo que lo que desconcertó a cierta parte del público es que la historia no fuese evidentemente lineal (aunque sutilmente sí lo era) y a que Messiez utilizase de una manera bellísima el collage de materiales, no todos dramatúrgicos per se, para contar la historia de un ejercicio coral de voluntad y resiliencia, de cada uno de los personajes.  


Porque todos ellos, juntos, pero en realidad muy solos, gravitaban en torno a la ciudad de Roma, en torno al homenaje al sempiterno Pasolini y a la maravillosa diva en clausura Mina. Todo orbitaba en torno a la idea de encontrar un sito donde lo cultural (el sacramento y liturgia de lo cultural) pudiese suceder; pero también de reflexionar sobre lo que es hacer teatro e intentar, a pesar de todo, seguir haciéndolo. Hacían piruetas en torno a la idea de buscarse la vida y, especialmente, a cómo volver a saber a perderse en ella después todo, lo bueno y lo malo. Todos habitaban, sufrían y disfrutaban de la repetición, de la rutina, del sentirse sísifos y, a la vez, de mirarlo todo de nuevo, con ojos nuevos en cada pasada. Como quien descubre Roma y Roma se le muestra impúdica por primera vez. La escena era pequeñita, estaba esquinada; el enorme ventanal cóncavo servía de manantial del que brotaban las ideas, las referencias, las panorámicas o las imágenes oníricas. Aquella señora no entendió la obra porque en vez de fijarse en el poder simbólico, telúrico de los gestos, quiso encontrar un argumento que solo estaba hilvanado con un hilo casi transparente.  

Escribía Genet en Nuestra señora de las Flores: "Igual pasaba con los gestos. [...] Quien hubiera querido predecir el gesto de de Divina se habría equivocado de manera infalible, pues en ella había dos gestos contenidos en uno. Estaba el gesto elaborado, desviado del propósito inicial, y el que lo prolongaba y lo concluía, injertándose en el sitio preciso en que terminaba el primero." Esta especie de juego de espejos, recuerdos, viejos y recién adquiridos; autoficción, autoreferencia y autoparodia; inocencia y experiencia, como en los Cantos de Blake, hicieron de Los Gestos una de mis experiencias litúrgicas de la temporada. De hecho, fui dos veces más, además de a aquella previa, como suelo hacer con los sacramentos que me fascinan, porque la esencia de lo escénico es, sin duda, la repetición.  

Mientras haya un teatro con luz dentro, existirá posibilidad de volver a encarnar lo escénico que para a alguien se le repita el milagro. Mucha gente saldrá de la sala, de la liturgia, como si hubiese llevado un chubasquero. Algunos pocos pensarán que no han entendido nada. Pero estoy seguro de que en cada llamada a la liturgia hay varias personas que se llevan consigo, no solo lo sucedido, sino todo lo que en ellos ha desencadenado. Supongo que el gesto primario es seguir siempre buscando ese milagro. 

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