Mi amigo J. se pone a llorar a media mañana delante de un café con leche y un delicioso croissant de la cafetería de moda y yo extiendo mi mano para sujetar su brazo robusto mientras a él se le caen las lágrimas a borbotones y me pide disculpas por no ser capaz de contenerse. Hace 16 años que nos conocemos y esta es la primera vez que lo veo llorar. La escena nos incomoda a los dos, pero por distintos motivos. A mí, porque me gustaría darle un abrazo completo que impide la enorme mesa que nos separa y a él, porque le gustaría no tener que llorar delante de mí, y mucho menos encima de un croissant a media mañana en una cafetería de moda. Unos días después, volvemos a quedar para comer en una terraza céntrica. Él me pregunta por mis penas y yo se las voy cantando mientras se me caen lágrimas y mocos encima de un plato de carne y de patatas asadas. Es evidente que yo tengo mucha más facilidad y más práctica que él, a mí las lágrimas me salen automáticas, como el respirar. Él estira su brazo y reinterpreta la escena, agarra mi antebrazo, tan pequeño que casi lo cubre entero con la mano, y ahora soy yo la que siento la incomodidad y la vergüenza porque creo que todos los comensales que nos rodean están contemplando un numerito que, practicado por mí, me resulta patético. Para aliviar tensiones, y también porque no puedo soportar ser el centro de lástima de desconocidos -una cosa es que sea de lágrima fácil y otra bien distinta es que quiera llamar la atención -, aparto su mano y le cuento una anécdota relacionada con un médico que rápidamente convierto en un chiste, con tintes eróticos. Los dos nos reímos a carcajadas. Yo, con los mocos y las lágrimas colgando, y él con los ojos vidriosos.
El día anterior a la terraza, por la mañana, voy a ver a mi amiga B. a su tienda y le cuento que la psicóloga me ha recomendado desahogarme con las personas más cercanas cuando sienta que mi situación clínica me desborda y antes de tomar decisiones compulsivas que en nada benefician a mi salud física y mental y, mientras se lo cuento, por supuesto, lloro. Ella me abraza y yo me dejo abrazar escondiéndome en ese mata de tupido pelo negro que tantos secretos míos alberga desde hace dos décadas. Entonces, el peso se vuelve un poco más ligero, casi tanto como cuando salgo de la terapueta después de haber descargado los siete mares. Señala la psiquiatra Anabel González que el mejor disolvente contra la tristeza es el abrazo de una persona que entiende por lo que estás pasando, y yo tengo la certeza de que compartir las penas no solo es terapéutico, sino que nos hace menos rehenes de ellas. Dos días más tarde, quedo con mi amiga A. que me acompaña a una cita médica, y lloro antes y lloro después de ir, aunque no haya recibido ninguna mala noticia, ni tampoco buena, porque vivir en la incertidumbre es mi realidad desde hace casi medio año. Al día siguiente, respondo un mensaje a mi amigo V. que lleva intentando quedar conmigo tres meses y le prometo que nos veremos para la semana, pero le advierto de la situación, porque no quiero joderle el plan y él recibe mi respuesta con un sopapo virtual. Y así, con bastante esfuerzo, empiezo a salir de mi aislamiento autoimpuesto y acudo a citas del desconsuelo, en las que me voy permitiendo, poco a poco, soltar un lastre que me está ahogando.
Al mismo tiempo que yo me libero, me doy cuenta de la enorme necesidad que tenemos todos de hacerlo y de la oportunidad que supone para la persona que tengo enfrente ver a alguien a quien quiere mostrarse vulnerable. Lo veo en los ojos vidriosos de los amigos que me abrazan, y lo veo en algunas respuestas que generan las largas conversaciones a las que dan paso mis lágrimas y, que a veces, esconden un dolor contenido durante años. Porque la vulnerabilidad nos hace humanos, todos tenemos miedos, penas y preocupaciones, y darle relato a algo malo o inexplicable que nos está ocurriendo, también nos mantiene en la vida. Todos lloramos y todos necesitamos llorar, por eso hay miles de playlist llenas de canciones para soltar la lagrimita, películas especialmente diseñadas para ello y libros a los que volvemos una y otra vez, solo por el placer que sentimos al sollozar. La historia que estamos viendo fuera es el marco, la excusa, nuestras lágrimas vienen de dentro. Quién no ha llorado en privado está muerto o es un psicópata, y quién no es capaz de hacerlo en público corre el riesgo de explotar de ira o de pena. Todos tenemos miedos, aunque no todos sepamos, o podamos hablar de ellos.
Una y otra vez los expertos coinciden en señalar que el hecho de que la tasa de suicidios masculina sea mucho más alta que la de las mujeres poco tiene que ver con el feminismo, sino, precisamente, con el machismo y los estereotipos de género derivados de él, que siguen lastrando a los hombres que han sido educados para suprimir o no mostrar sus sentimientos. Por eso, nada me altera más que ver a padres exigiendo a los niños varones que no lloren, chantajeándolos incluso para que dejen de hacerlo, porque en el fondo les están diciendo que sus emociones no tienen cabida y que no van a ser escuchadas ni consoladas. Pero para un niño, cuando le impedimos llorar, en realidad le estamos diciendo que no somos capaces de sostenerlo cuando se muestra vulnerable y lo estamos condenando a reprimir una emoción que no dejará de dar vueltas en su cabeza. A veces toda la vida. Dice Andrew Salomon, escritor best seller y profesor de psicología clínica en el Centro Médico de la Universidad de Columbia, que su homosexualidad reprimida dio pie a una gran homofobia interna y a una depresión que casi lo mata. El autor de El Demonio de la Depresión, libro convertido una biblia de la enfermedad con la que Salomon se convirtió finalista del Pulitzer, señala que "sentir vergüenza nos impide contar nuestras historias y las historias son la base de la identidad". Sin historia no hay identidad posible y nadie está hecho para soportar un tormento durante demasiado tiempo sin encontrarle sentido. Así que, en cierto modo, cuando lo contamos, también estamos construyendo el sentido.
Por supuesto, conozco a unas cuantas personas a las que no les gusta nada ver llorar a otras delante de ellas, incluso aunque las quieran, las conozco y también las padezco, y siento que lo que les ocurre, en el fondo, es que la tristeza del otro les recuerda demasiado a la suya. Una turbación que no pueden soportar. Supongo que todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos gestionado mal las lágrimas y la tristeza ajena, quizá para salvarnos a nosotros mismos, y hemos deseado que la otra persona dejase de llorar por la incomodidad que nos estaba provocando. Me pasó en todas mis rupturas de pareja y si algo sentí, en aquellos momentos, fue la impotencia por no haber tenido la oportunidad de ver a la otra persona mostrarse vulnerable durante años, incluso aunque yo lo hubiese hecho con frecuencia. Muchas mujeres sentimos precisamente eso, que le importamos a la otra persona, precisamente cuando nos estamos yendo. Mi pareja y yo hemos llorado por lo bueno y hemos llorado por lo malo, y siempre pienso que me gustaría verlo llorar más, no porque quiera que tenga ninguna pena, sino porque creo que se lo merece.
Hace unos días, escuché en la Ser a mi amiga Ángeles Caballero, periodista y una de las habituales del encuentro de mujeres opinadoras que organizamos en Pontevedra mi compañera y también amiga Susana Pedreira y yo (y que se llama As Mulleres que Opinan son Perigosas) hablar de llorar, a propósito de las lágrimas de Carolina Marín en los Juegos Olímpicos. Precisamente, en ese encuentro de profesionales del periodismo reímos, lloramos y nos enfadamos juntas en cada nueva edición, en una especie de catarsis colectiva que es señal también de nuestra identidad. Ángeles, que se reconoce (y la reconocemos) como lloradora profesional, reivindica la idea de quebrarse y yo tengo que confesar que hace poco rechacé una cita con ella porque tenía miedo de echarme a llorar encima del café o de las patatas. Desde luego, qué mal se piensa cuando el depósito está lleno.
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