Felipe VI nunca contestó a Andrés Manuel López Obrador la carta en la que el presidente mexicano le proponía un acto conjunto con él mismo y el Papa para pedir perdón por los desmanes de la conquista española. Ni le respondió que sí, ni le respondió que no: el jefe de Estado español simplemente no contestó a aquella misiva, enviada por su homólogo de un país que solo en el sentido geográfico no es cercano del nuestro; un hermano geopolítico. Ahora el monarca, y el Gobierno en su nombre, se irrita por que no lo inviten a la toma de posesión de la nueva presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum.
Hay un mecanismo de manipulación que consiste en trabajar con el encuadre; con un zum conveniente, que entre las cuatro rayas de la foto deje solo aquello que conviene al interés propio, y envíe a la penumbra lo que no. A veces se miente diciendo algo que es falso, pero otras veces la mentira reside, no en el decir, sino en el callar. Doctores tiene la Iglesia de la paparrucha, y una de sus especialidades es esta del recorte. A veces se hace con la historia, y eso es el revisionismo. Valga un ejemplo protagonizado, en 2021, por Guillermo Díaz, diputado a la sazón de Ciudadanos, que aquel año afeaba en el Congreso de los Diputados al Gobierno el no estar celebrando el centenario del Regimiento Alcántara —que se sacrificó por sus compañeros durante la desbandada de Annual, dándose la vuelta para morir ametrallando a los rifeños que les perseguían—. Díaz describía el acontecimiento en términos victimistas: los pobrecitos españoles perseguidos por los rifeños, salvajes y sanguinarios. Y al hacerlo, perpetraba eso: un recorte. El encuadre justo y necesario para que los españoles parecieran la víctima de una situación que, abriendo el zoom, se veía que era otra: nada menos que la primera guerra colonial en el que la metrópoli empleó gas venenoso contra población civil. Los rifeños mataban a quienes primero habían venido a sus casas a matarlos a ellos.
Ocurre eso también con esto de Felipe y Obrador y Claudia Sheinbaum y cómo se está presentando aquí en España: como una ocurrencia repentina y antiprotocolaria de los mexicanos; de unos izquierdistas pasados de vueltas e irresponsables, dispuestos a hacer saltar por los aires la sagrada Realpolitik. Se obvia, se recorta, el desaire previo cuyo conocimiento nos revela que es México, y no España, quien está siendo protocolario. Ocurre con el protocolo lo que con la corrección de textos, una labor en la que el mandamiento fundamental es la unificación de criterio; y es menos importante seguir un decálogo de normas inflexibles que el hecho de que aquello que se haga, aun si ignora las prescripciones de los manuales, sea coherente consigo mismo. Hay editoriales que optan, por ejemplo, por las comillas inglesas en lugar de por las latinas que los libros de estilo señalan como las propias de la tradición española, pero es una decisión legítima mientras, una vez tomada, se tome siempre, y en un texto no se alterne caprichosamente entre unas y otras.
Lo importante es la unificación, la coherencia. Y también lo es en el protocolo, un conjunto de reglas cuyo mayor enemigo no es su incumplimiento, sino la arbitrariedad. El contenido concreto de cada norma es menos crucial que la mera existencia de reglas, y una de ellas es la reciprocidad. Se regala a quien te regala y también se desaira a quien te desairó. La norma no escrita que en México pueda haber de invitar al jefe de Estado del país hermano que es España a la entronización de cada presidente no puede prevalecer sobre la pauta protocolaria suprema de devolver lo que se recibe, de corresponder al criterio que el otro marque, de que la relación con él sea un do ut des y no una balanza descompensada, un billar inclinado. Realpolitik no es poner la otra mejilla, asunto de idealistas. Si el Rey hubiera respondido a aquella carta con una negativa razonada y respetuosa, a buen seguro estaría invitado ahora a la asunción de Sheinbaum (que, si acaso, respondería con una negativa razonada y respetuosa a alguna futura invitación o propuesta española).
México afirma su independencia y su amor propio; una inauguración con buen pie de la presidencia de Sheinbaum. Y desde este lado de España cuyos habitantes nos sentimos herederos del exilio republicano al que aquel país acogió con generosidad suma, solo podemos enviarle toda nuestra simpatía.
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