Otras miradas

Ver el debate electoral y acordarse de los mineros

Miquel Ramos

Periodista

Ver el debate electoral y acordarse de los mineros
Cientos de personas animan a los mineros a su paso por el Arco del Triunfo. KIKO HUESCA/EFE

Salimos después de comer. No recuerdo quién puso el coche, pero sí quienes íbamos en él y la emoción con la que viajábamos. Llevábamos tiempo siguiendo las protestas y la posterior marcha de los mineros tras varios días de feroces enfrentamientos en las inmediaciones de los pozos y en las pequeñas villas asturianas entre mineros y vecinos y agentes de la Guardia Civil. Queríamos llegar a tiempo, antes de que entraran por fin por Madrid después de atravesar media península, mientras eran vitoreados y acompañados por miles de personas a su paso, que les daban comida, cobijo y todo su apoyo y su cariño. Su lucha había dado la vuelta al mundo, y motivó a varios mineros ingleses a iniciar una campaña para recoger fondos para sus camaradas españoles.

Uno de los que llevó a cabo la campaña en el Reino Unido es un viejo amigo, de familia minera, un histórico antifascista que pasa ya de los ochenta años y que combatió tanto a Thatcher como a los fascistas del National Front, que le dejaron secuelas de porvida en un ataque en los años 80, y que todos los años me enviaba la revista que editan para la gala de los mineros en Durham. Tras visitar los pozos y reunirse con los mineros asturianos semanas antes, me contactó para informarme que vendría también a la llegada de la marcha negra a Madrid. Allí nos vimos, ante el Arco de la Victoria en Moncloa, donde nos encontramos con miles de personas venidas de todas partes, como nosotros, y que formaron un pasillo para que pudiesen desfilar los trabajadores de la mina y sus familias, con sus lámparas encendidas, exhaustos, pero entonando Santa Bárbara bendita con entereza y orgullo, entre vítores, lágrimas y aplausos de quienes allí nos encontramos. Todo esto se cuenta en el documental ReMine, el último movimiento obrero (Marcos M. Merino, 2014), un pedazo de nuestra memoria reciente que merece ser revisitado a menudo.

Hacía menos de un año que Mariano Rajoy había llegado a la Moncloa, en medio de las movilizaciones que siguieron al 15M de 2011, y todavía con la crisis destrozando las economías domésticas y miles de puestos de trabajo mientras el Estado cedía ante el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional y recortaba a la clase trabajadora mientras salvaba a los bancos. Coincidió, además, con la Primavera Valenciana, las protestas estudiantiles que fueron reprimidas con brutalidad policial en València y que provocaron una ola de solidaridad y de protestas como hacía años que no se habían visto. Fueron años frenéticos de múltiples reivindicaciones, en los que una parte de la población hasta entonces alejada de cualquier movimiento social adquirió conciencia política y bajó a las calles en más de una ocasión. La ola de protestas y el estallido de los movimientos sociales se dio en todo el planeta, ante una de esas crisis del capitalismo que, lamentablemente, siempre les resulta útil para apretar tuercas y disciplinar a las disidencias.

Ayer me saltó uno de esos recuerdos que te lanzan las redes sociales sobre qué habías dicho tal día como hoy hace equis años, y me salió el viaje en coche de València a Madrid para recibir a los mineros. Fue justo minutos después del infame cara a cara entre Pedro Sánchez y Núñez Feijóo en una cadena privada. Un toma y daca de acusaciones, con datos inconexos e imposibles de comprobar al momento por el espectador. Un despliegue de teatralidad y malas formas que condenó al espectador al bochorno durante hora y media. Fue la muestra de por qué moviliza más el que te vote Txapote que cualquier explicación sobre los logros sociales y económicos del Gobierno.


No somos pocos quienes nos preguntamos cómo ha sido posible cambiar los marcos en tan poco tiempo, ignorando por un momento la capacidad que tienen los medios de comunicación y las redes sociales y sus criaturas influyentes hoy en día. Cómo ha sido posible que el consenso de hace diez años sobre el problema de la vivienda y la reclamación de tal derecho vital al Estado haya sido convertido en ‘el problema de la okupación’. Cómo hemos pasado de indignarnos y de empatizar con aquella anciana desahuciada, a que una mafia de neonazis que echa a familias de sus casas sean protagonistas de estas campañas, convoquen manifestaciones y sean invitados a todos los platós. En qué momento, quienes hace diez años sentían vergüenza defendiendo a los bancos ante tamaño escandalo tras la crisis, hoy se hagan fotos con el matón que desahucia ancianas.

Una sociedad no se derechiza, no se impregna de odio y no se vuelve reaccionaria porque sí de un día para otro. Este episodio histórico que va desde el 15M hasta la actualidad merece mucho estudio y mucha atención, pero también muchas cartas sobre la mesa, mucha honestidad y, sobre todo, muchas alternativas para el futuro. Los flagelos sobre lo mal que se hizo y la asunción de la derrota no sirven de nada. Se trata de un fenómeno global que llevamos tiempo analizando, mucho más allá de España, y que muestra cómo la ultraderecha aparece tras las crisis a resolver aquello que los capitalistas no quieren resolver, y los socialdemócratas dicen que resolverán y nunca resuelven. Es un momento histórico compartido, con una guerra a las puertas de Europa, gobiernos ultraderechistas en Italia, Hungría, Polonia y diría que también en Francia, lepenizada desde hace años y que estalla cada dos por tres. Un proceso que describe muy bien la novela El Bloque, de Jerome Leroy, una obra premonitoria sobre lo que está sucediendo con las extremas derechas en todo el planeta y quiénes y cómo les están abriendo las puertas.

Aunque podemos sacar mil pegas a lo que sucedió con el 15M, con el ciclo político posterior con la llegada de Podemos, con la desintegración de una buena parte de aquellos movimientos sociales, con el referéndum en Catalunya y el ¡A por ellos! institucionalizado, con este Gobierno que se dice progresista y con la normalización y la ofensiva de la ultraderecha y la complicidad del PP, estos días quiero acordarme de los mineros.


Lejos de querer refugiarme en lo reaccionario que acompaña a menudo la nostalgia, preferí irme a dormir pensando en los mineros. En lo jodida que estaba la situación entonces y lo patas arriba que se puso todo en poco tiempo para reclamar derechos. En lo mucho que creímos en que todo era posible.

Prefiero usar esta coincidencia que saltó ayer en mi teléfono para seguir confiando en que en política nada es nunca eterno ni seguro. Prefiero seguir confiando en que, pase lo que pase, siempre habrá quienes se niegan a regalar una derrota. Siempre puede haber una chispa que prenda una mecha.  Que mi amigo inglés sigue escribiéndome y mandándome el boletín de los mineros de Durham. Que muchas de las personas que coincidimos aquellos años, y que ya coincidimos muchos otros antes, siguen ahí. Y que quien derrotó la pasada semana a una banda de matones fascistas financiados con miles de euros y amparados por el Estado, fueron cuatro chavales que se descolgaron de un andamio con sus pancartas.

Más Noticias