Otras miradas

Vivimos por fe

Israel Merino

Periodista. Autor de 'Más allá de la noche' (Akal)

Vivimos por fe
C. Tangana y Nathy Peluso en el rodaje del videoclip de 'Ateo'

Soy ateo, pero quiero tener fe.

Esta es la conclusión a la que llegué mientras me terminaba de leer Miss Lonelyhearts, una novela de Nathanael West profundamente misógina y casposa, pero a ratos reveladora.

En el libro, Miss Lonelyhearts es un redactor de periódicos apagado, aburrido y hastiado que trabaja como columnista femenino en un reconocido periódico neoyorquino. Resumiendo mucho todo el libro, que es cortito y puede leerse en una tarde de té negro con canela, se encarga de responder en su columna a las cartas de las lectoras, todas ellas plagadas de dudas existenciales, conflictos domésticos y penurias propias de los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX, haciéndose pasar por una mujer.

La gracia del libro es que el objetivo de este redactor, además de aumentar las ventas del periódico para goce de los editores, es transmitir fe y esperanza a los lectores cuando él es la persona más desesperanzada, perdida y carente de fe de su mundo.

Durante toda la narración, el protagonista se ampara en Dios, esa carnificación barbuda y estrafalaria de la fe judeocristiana, sin tener ni una gotita de ella: su trabajo es convencer a los lectores de que hay algo más, algo más importante y grande en lo que deben refugiarse, pero ni él mismo encuentra consuelo en sus palabras.

Con la fe tengo un gran problema: que no la tengo. No hablo, como dije en el párrafo anterior, de la fe católica, ni siquiera de la religiosa, sino de la fe en que las cosas pasen; la fe en que las cosas deben pasar.

La Biblia, un libro muy chulo si lee con calma, distancia y pocas pretensiones mágicas, tiene un verso estratosféricamente bueno, la frase favorita de mi amigo Luis, que dice "vivimos por fe, no por vista", que sintetiza toda la historia de la Humanidad.

Necesitamos fe como necesitamos aire, pero necesitamos fe de verdad, de la palpable (aunque suene a contradicción) para seguir viviendo con algo de felicidad. Necesito fe en que la chica que quiero se quede a dormir una noche más, en que la vida cueste un poco menos, en que esta columna guste y decidan pagarme más.

Necesitamos fe para seguir viviendo porque la fe puede luchar, incluso, contra los rojipardismos y las derechas extremas, esas cosas que revientan cabezas porque perdieron la fe en el futuro. De hecho, creo que los fascismos son algún tipo de fe mala en el pasado.

Necesitamos que en el debate político del día a día, no en el de los sibaritas que encuentran respuestas absolutas, casi religiosas, en libros escritos hace doscientos años, se defienda la fe como una bandera: fe en que podemos solucionar el problema climático o el habitacional o incluso la violencia machista. Basta ya, por favor, de compungirnos y llorar como plañideras del Cristo de Medinaceli.

Con esta columna no quiero difundir ninguna morralla espiritista, tampoco aspiracional, que diga que la solución a nuestros problemas es creer; con esta columna quiero decir que para poder movilizarnos y progresar, necesitamos esa fe.

Ahora en otoño, suelo salir todos los días con los amigos del barrio a una plazoletita que hay muy cerca de casa: de los que nos reunimos, casi ninguno tenemos trabajo. Y no por una cuestión, como dicen siempre quienes menos saben de qué va este juego, de holgazanería, sino de falta de fe en el futuro: ¿para qué voy a currar, si ni haciéndolo voy a poder acceder a una vivienda? ¿para qué voy a reventarme a levantar cajas en un almacén, ocho horas al día, si ni así voy a poder vivir dignamente? La fe se ha esfumado de nuestras vidas, como los juguetes de madera, y ha dejado espacio a ideas muy peligrosas.

Es por todo esto que la clase política necesita recuperarla y apropiársela y volver a ondearla como una bandera de esperanza, porque sin fe, no tenemos nada. Sin fe en que algo cambie, nunca cambiaremos nosotros. Sin fe, mis amigos nunca trabajarán, pues no habrá motivo para que lo hagan.

Ahora bien, deben hacerlo sabiendo que la fe, al contrario de lo que se dice, no es ciega y necesita hechos.

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