Otras miradas

Me dan igual tus hijos

Israel Merino

Una pareja lleva a sus hijos al colegio en Pamplona (Navarra). EUROPA PRESS/Eduardo Sanz
Una pareja lleva a sus hijos al colegio en Pamplona (Navarra). EUROPA PRESS/Eduardo Sanz

Otra vez hemos empezado a hablar de los hijos y de que no podemos tenerlos y de que malditos sean los chavales que no quieren reproducirse.

No sé en qué periódico leí el septuagésimo artículo este año – y eso que todavía me queda roscón de reyes en la nevera – que analizaba malamente los bajones en la natalidad de los últimos tiempos.

Como siempre en estas nuestras batallitas culturales periodísticas, el artículo coqueteaba con dos posibles sobre el poco interés de la chavalada por reproducirse: el primero, que no tenemos hijos porque somos pobres como ratas; el segundo, que preferimos hacer cualquier otra cosa antes que tener un crío. El problema es que el tono veía a decirnos otra vez que lo malo es no tenerlos.

Parece que existe un consenso social por el que tener hijos te hace mejor persona o ciudadano, como si no pudieses ser un capullo integral habiéndote reproducido. Siempre que se habla desde la maternidad o paternidad se hace desde cierta superioridad intelectual o moral, como de ser que ha cumplimentado su apoteosis y ahora es Dios en estado pleno. Llamadme tonto, pero yo pensaba que ya habíamos superado la fase de creernos especiales por este tipo de cosas.

Cada vez que un político habla de sus hijos me tiembla el parpadillo; cada vez que un personaje público, ya sea en canutazos o entrevistas serias, sale a decir con el pecho erguido que es padre o madre me entra el cabreo, pues no lo entiendo. Quiero decir, entiendo que se sienta orgulloso de ello y le guste tanto como un plato de pasta marinera, pero no entiendo que sea una faceta de su vida que al resto de la ciudadanía nos deba importar lo más mínimo.

No te voy a votar más o menos porque tengas un hijo: me da exactamente igual.

Ser padre – de aquí en adelante solo usaré el masculino por eso de la economía del lenguaje – debería tener el mismo peso en la vida pública que ser fumador o bebedor de horchatas o corredor de medias maratones; ser padre no es una característica que nos deba interesar lo más mínimo porque es una decisión íntima, privada, personal y única; o así debería serlo.

En estos últimos años, en especial desde la pandemia, se ha vuelto a poner en valor la figura del padre. Constantemente – aunque creo que en especial las mujeres – recibimos mensajes que cuestionan la vida moderna, ese espacio conquistado de decisiones individuales, para poner en valor las familias tradicionales; cada día se escriben repetitivos y mal redactados artículos que hablan de tener hijos y de dejar de comernos culos en albergues europeos para criar un retoño – os juro que es una transcripción literal – y de otros muchos posicionamientos que huelen a nevera sin bicarbonato.

Parece que no se ha aprendido nada en estos últimos treinta o cuarenta años y que la única forma de sentirte pleno o cuidado, pues enciman usan la soledad de la vejez como argumento, es reproduciéndote; parece que no podemos encontrar ninguna vía, ya sea pública o íntima, de recibir cuidados si no es juntando dos células muy chiquititas.

Obviamente hay circunstancias económicas por las que muchos jóvenes no tenemos hijos – por supuesto que somos pobres como ratas –, pero también hay otras como que no nos da la real gana – y no nos podéis juzgar por ello.

La vida cambia: ya no necesitamos traer una nueva para completar la nuestra.

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