Otras miradas

Educar a los niños a pesar del fútbol

Oti Corona

Pixabay

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En los alrededores de una casa de colonias, varias decenas de niños y niñas descansan al aire libre. Los mayores eligen bailar, pasear o charlar mientras los pequeños corretean de acá para allá con sus juegos inventados. Entonces alguien les suelta una pelota. En apenas unos minutos, casi todas las niñas y algunos niños pasean por los márgenes del terreno, mientras el grueso de los niños (varones, se entiende) ocupan la gran zona central. Sí, están jugando al fútbol. De pronto una de las niñas, que pasea por el escaso espacio que le queda libre, recibe un pelotazo. Los adultos al mando avisan: "No chutéis tan fuerte". Los jugadores no escuchan, no miran a quien les habla y no muestran el menor interés por consolar a su compañera. El partido continúa con algún empujón, malas palabras y gestos amenazantes. Alguien chuta demasiado fuerte y el balón sale disparado fuera del área infantil. Los cuidadores lo recuperan y ya no se lo devuelven. Al poco rato, niñas y niños vuelven a jugar, charlar y pasear juntos.

Esa noche, en las noticias, aparecen las lágrimas de Vinicius, el jugador negro que a sus 23 años está harto de soportar insultos racistas procedentes de la grada. Aparece Alves, el violador, disfrutando de la libertad que acaba de comprarse. Apareció hace unos días la paliza que recibió el entrenador Arnau Liesa durante un partido de los juveniles de La Junquera. Vimos también que en Vila-real cerraron seis centros educativos para dejar vía libre a los hinchas violentos del Villareal CF - Olympique de Marsella. Todo esto también es fútbol, y los niños lo saben.

El fútbol en el colegio supone a menudo un problema. Lo sabemos quienes hemos recorrido incontables escuelas y hemos visto el patrón repetido una y otra vez: dos o tres alumnos deciden si tal jugada es o no es falta, a quién se pasa la pelota y a quién no, a quién se le echa la bulla si falla y a quién se expulsa de la pista. Eso significa que si entran a jugar niñas –a excepción de las que juegan muy bien– o niños que solo quieren pasar un buen rato sin más, se pueden preparar porque les van a caer todo tipo de improperios si se les ocurre tocar la bola. ¿Qué se han creído? ¿Que pueden comportarse como si fuera un deporte normal? ¡Por favor, que estamos jugando al fútbol! La consideración especial hacia ese deporte empieza con la distribución del patio, que a menudo se ha planificado con la idea de ceder al fútbol la mitad del espacio común.

Las discrepancias y las peleas que surgen en el campo -siempre las hay- se arrastran hasta la hora de clase y los "agraviados" consideran normal y deseable usar la sesión posterior al recreo, sea de matemáticas o de religión, para solucionar sus conflictos. Al fin y al cabo, si tienen derecho a ese reparto desigual del espacio, ¿por qué no va a suceder igual con el reparto del tiempo?

De vez en cuando aparece algún maestro con nobles intenciones que se ofrece a montar liguillas para intentar poner orden y deshacer jerarquías. ¿Consigue su objetivo? No. Claro que no. No solo los conflictos y actitudes antideportivas continúan, sino que comete el error de dar al fútbol más importancia que a otros juegos del patio, que es justo el germen del problema.

Y tranquilos que no, no soy partidaria de prohibir el deporte rey en las escuelas. Al contrario. El fútbol tiene que estar en el patio, principalmente para que los niños y las niñas -todos los que tengan ganas de jugar- lo pasen bien; y en segundo lugar para que entiendan que la práctica de este deporte no da carta blanca a actitudes agresivas o excluyentes. La solución a los conflictos que genera el fútbol pasa por dinamizar el tiempo de recreo y por situar ese deporte al mismo nivel que el resto de actividades, como el baloncesto o la rayuela.

Claro que ninguna iniciativa surtirá efecto si no cambia el mensaje que los niños reciben desde el fútbol profesional. Porque -y sintiéndolo mucho por los aficionados y jugadores de bien- el problema es que el fútbol hoy es, aparte de un gran deporte y un enorme negocio, un refugio para chorizos -así de pronto me vienen a la mente Ronaldo, Messi, Eto'o, Mourinho o Piqué, que intentaron estafar a Hacienda-, violadores -como el ya citado Alves, pero también Santi Mina, Robinho o los cuatro implicados en el caso Arandina, chulos -Rubiales y su corte- y catetos venidos a más, jaleados por unas aficiones que suelen arropar sin reparos a un buen número de racistas y misóginos que usan este deporte para dar rienda suelta a lo peor de la masculinidad más tóxica. Mal ejemplo. Muy, muy mal ejemplo para nuestros niños.

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