Otras miradas

Elogio de la amabilidad

Azahara Palomeque

Escritora y doctora en Estudios Culturales

Vecinos.- Freepik
Amabilidad entre dos cecinas.- Freepik

Dice Santiago Alba Rico que la amabilidad está dotada de un valor casi revolucionario; que los pequeños gestos como los intercambios desinteresados comunitarios o los cuidados recíprocos "garantizan la consistencia y la supervivencia del mundo" incluso en mitad de las mayores catástrofes; y que, además, ser amable contiene en su interior esa práctica tan escasa y precisa hoy como es la de prestar atención, una semilla disruptiva en la era de la adicción digital. Lo dice en su maravilloso libro, recopilación de ensayos breves, De la moral terrestre entre las nubes (Pepitas de calabaza, 2023) y me lo reiteró en persona en una velada literaria en la que tuve el inmenso placer de acompañarlo hace unos días.  

Lo que él llama "la banalidad del bien", desde la sencillez que invita a cierta inocencia – entendida como no causar daño al otro; al contrario, cobijarlo y tratarlo con dignidad–, he pensado mucho tiempo, tal vez constituya uno de los pocos reductos de convivencia social que nos van quedando en mitad de la marea de incertidumbre político-bélica y ecológica; a bien seguro, un intersticio por donde podrían colarse maneras de imaginar futuros posibles y, mientras tanto, amansar el presente en los círculos más cercanos. El hecho de que el dinero se encuentre total o parcialmente ausente de lo amable se enfrenta directamente a ese monstruo neoliberal empeñado en parcelar cada aspecto de la vida y transformarlo en un objeto de consumo. A falta de revoluciones a la vieja usanza, qué tal descartar la mala leche y adoptar una actitud más benevolente con los demás; no debería ser tan difícil. 

A mi vecina Patricia la operaron recientemente de unos quistes en la espalda; me lo contó su marido cuando me topé con él en el patio y, enseguida, recordé que yo tenía un aceite en casa de los que ayudan a cicatrizar heridas y se lo llevé a la convaleciente: ponte esto, y se te reducirá la marca de los puntos. La misma mujer nos trajo una mañana de improviso, a mi pareja y a mí, un cucurucho de churros para desayunar, anunciado alegremente con un toquecito en el cristal de la ventana y, si me toca viajar por razones de trabajo, insiste e invitar a mi chico a comer "para que no esté solo". Él, nacido y criado en Estados Unidos, suele rechazar la oferta aludiendo al "gasto" (mínimo) o a la molestia, pero no deja de maravillarse ante las múltiples muestras espontáneas de generosidad que recibimos o reciben otros frente a sus ojos atónitos; un par de semanas ha transcurrido desde que observase a una señora darse cuenta, en la caja del supermercado, de que había olvidado el monedero, y recuperarse del apuro cuando tres vecinas se ofrecieron a pagarle la compra: ya me lo devolverás, mujer, no te preocupes.  

El anecdotario es tan extenso que podría llenar varias páginas sólo con ejemplos del último año y, también mencionar muchas ocasiones caracterizadas por la tendencia opuesta, entre las cuales la más significativa probablemente sea la reacción de algunas compañeras a partir del momento en que revelé, precisamente en mi trabajo de Estados Unidos, que dimitía y regresaba a España. Que me retiraran el habla no me produjo tanto desasosiego por el gesto en sí, sino debido a la constatación de que obedecía a no considerarme ya un "activo" útil en sus propósitos, un "contacto" para el networking eterno de quien persigue escalar las cumbres laborales a costa, entre otras cosas, de sonreír falsamente. Cruzando el Atlántico, perdía yo el posible capital asociado a mi cuerpo currante, así que la opción más sensata era borrarme (doblemente) del mapa, instaurar el mutismo. 

La amabilidad como resistencia a objetificarnos y mutar en meras herramientas con las que engrasar la maquinaria depredadora del capitalismo; la amabilidad como un fin moral en sí mismo, dispuesto a contrarrestar la corriente de lo que Mark Fisher definió como "hedonia depresiva": una búsqueda absoluta de placer individual alzada sobre un magma de desamparo y malestar inmenso; la amabilidad, asimismo y sobre todo, marca una unión con el prójimo que, por muy leve que sea, nos permite forjar unos vínculos ya casi excepcionales en mitad de la alfombra de cristales rotos por la que a menudo parece que caminamos. Ser amables, y humanizar con ello unas relaciones sociales cada vez más deterioradas, representa una muestra de civismo compatible con no renunciar a emociones como la rabia o la indignación, tan cruciales si se canalizan hacia la acción política. De las pequeñas interacciones afectivas tal vez surjan grandes hazañas, pero lo que está claro es que, sin ese sustrato cotidiano, sin el vecino que te abre la puerta cuando vas cargada con una maleta o un carrito de bebé, sin los churros o el plato de puchero, no surgirá absolutamente nada.  

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