Otras miradas

Anthropos politikon zoon

Silvia Cosio

Estatua de Aristóteles. PIXABAY
Estatua de Aristóteles. PIXABAY

Me pasé toda mi infancia y parte de mi adolescencia dentro de una piscina. Y es que en mi familia se tenían dos cosas muy claras: que tanto mi hermana como yo iríamos a la Universidad y que saber nadar es una habilidad imprescindible para todo Cosio que se precie. La natación competitiva es uno de los deportes más solitarios que existen, la mayor parte del tiempo solo ves a tus rivales a través del rabillo del ojo o gracias a la estela que van dejando tras de sí. En natación no hay contacto físico con el rival, no es como, por ejemplo, el atletismo, que los tienes y los ves y los hueles a tu lado y, si la carrera es de medio fondo o de fondo, hay empujones, pisotones y codazos entre los corredores. La natación no es así ya que las corcheras señalan la separación física y mental entre los nadadores, aunque es el agua lo que realmente marca la diferencia, pues este es un elemento extraño, una especie de éter aristotélico que te aisla del mundo externo, y así los gritos y los ánimos del público solo los escuchas como un eco lejano cuando sacas la cabeza para tomar aire, ventaja que aprovechábamos durante los entrenamientos, ya que era la excusa perfecta para ignorar las voces de los entrenadores, aunque estos siempre parecían tener a mano una chancla que tirarnos a la cabeza para llamar nuestra atención. Lo cierto es que cuando te pasas muchas horas nadando en una piscina llegas a olvidarte de que estás acompañada, es un ejercicio de solipsismo en que dejas de pensar en el resto del mundo, en el que estás tú sola contando cada brazada, cada respiración, esperando a hacer los siguientes cincuenta metros en una brazada menos o en poder recorrer un par de metros más en el impulso del siguiente viraje o mirado las boyas cuando nadas de espalda para dar la vuelta en el momento exacto en que vislumbras la blanca. Casi podría decirse que la natación es el sueño húmedo -perdonad el chiste horrendo, lo siento me he equivocado pero lo volveré a hacer- de los coach de la cultura del esfuerzo y los Maserati a golpe de burpee. Sin embargo para que yo pudiera aprender a nadar y llegar a competir se necesitó el concurso de un montón de personas: mi padre y mi abuelo, por ejemplo, que fueron los primeros en enseñarme a nadar en el Cantábrico, o mi tío que me ayudó a que se me quitara el miedo a tirarme de cabeza a la piscina o todos mis entrenadores, desde el que tuve con cinco años y nos hacía reír a mi hermana y a mi cuando estábamos cansadas y solo queríamos irnos a casa, hasta el último de ellos, un chico joven al que le dio mucha pena que yo dejara el equipo y que quería convercerme de que, al menos, me pasara a la natación sincronizada, a pesar de que la adolescente que apenas llegaba al metro sesenta que era yo por aquel entonces sabía que las Olimpiadas eran un sueño imposible y los estudios una realidad emocionante. Pero no fueron las únicas personas gracias a las cuales ahora mismo todavía puedo presumir de tener un nadar elegante: mi madre y mi abuela se turnaban para llevarme a los entrenamientos y esperaban fuera a que terminara de entrenar con un bocadillo y un zumo de melocotón que me sabían a gloria y a cloro, mientras que los socios y socias del club deportivo al que pertenecía -y que ignoraban mi existencia- con sus cuotas financiaron el equipamiento y la furgoneta con la que íbamos y volvíamos de las competiciones, ganáramos o perdiéramos. Hace muchos años ya que dejé de competir y me pasé al otro lado, al del esfuerzo común para que otros pudieran aprender a nadar. He llevado a mi hermano pequeño a la piscina, luego a mi sobrina y por último a mi hija pero, lo que es más importante, he contribuido con mis impuestos a que en mi ciudad se construyeran piscinas públicas en las que todos los escolares de Xixón tienen derecho a realizar un cursillo de natación básica de forma gratuita.

Tengo un amigo, el profesor Enrique de Teso, que suele decir que fue la política lo que le curó las cataratas. Me acuerdo mucho de esta frase porque mientras andamos con nuestras filias y nuestras fobias particulares se nos olvida que muchas de las decisiones que tomamos no solo nos afectan a nosotros sino que tienen un profundo efecto en las vidas de los demás. Y no es que yo sea precisamente un alma centrada, hiperracional y pura, porque tengo manías de lo más absurdas por las que también me dejo arrastrar. Por ejemplo, odio profundamente a los Rolling Stones, y eso que no me han hecho nunca nada los pobres, pero es que para mí son como el Shein del rock y me dan mucho coraje. Todos estamos dominados por nuestras pasiones y por eso mismo es un ejercicio tan complejo y hermoso eso que hacemos de vivir en sociedad y aprender a dejar de lado nuestras subjetividades para ponernos a pensar y a construir en común. Lo que los aristotélicos llaman hacer ciudad, algo extremadamente difícil y que exige un gran esfuerzo, más en estos tiempos en los que paradójicamente las redes sociales, en vez de conectarnos con otros puntos de vista y abrir nuestros horizontes, mediante el algoritmo acaban llevándonos de la mano hacia burbujas de gente con pensamientos similares a los nuestros que nos hacen sentir cómodos y seguros mientras convivimos junto a un montón de bots que nos ofrecen fotos de desnudos en sus link. Y es en estas burbujas donde retroalimentamos nuestras pasiones y nos lamemos las heridas mientras circulamos con las anteojeras puestas.

Es bastante probable que mi generación y las que me preceden seamos las generaciones de la frustración, muchos de nosotros fuimos criados en una época de bonanza económica con promesas de bienestar -no solo material-, ascenso social y, sobre todo, de superación, si no destrucción, de las barreras de clase que muchos de nuestros padres y abuelos habían tenido que soportar. Pero los distintos ciclos finales de estas últimas etapas del capitalismo extractivo que estamos padeciendo y la evidencia aterradora del cambio climático nos están poniendo contra las cuerdas. La riqueza ni se crea ni se distribuye, es acumulada por unos pocos. El miedo y la incertidumbre nos arrojan en brazos de un fascismo que nunca llegamos a superar, a las evidencias científicas de que estamos cerca del desastre ecológico contraponemos teorías de la conspiración para no tener que preocuparnos demasiado y estamos empezando también a recurrir al mismo belicismo simplón y nacionalista al que se agarraron en 1918 otros imperios y otras economías agonizantes. Y por todos lados se oyen los berridos de los que nos quieren vender soluciones individuales, construidas sobre mitos ridículos basados en la cultura del esfuerzo y la superación personal, para problemas que son políticos. Es el capitalismo y este fin de ciclo histórico que parece que no tiene fin los que están dejando a mucha gente por el camino. Y es ese mismo capitalismo en su vertiente más grotesca, disfrazado ahora de liberalismo infantiloide a lo Ayn Rand, el que se presenta como la solución mágica para aquellos que sienten que lo woke y el feminismo les han arrebatado su potencial, su forma de vida. Vendehumos hipermusculados que depredan y se aprovechan de chicos vulnerables y perdidos para sacarles el dinero a manos llenas mientras les llenan la cabeza de falsas promesas y mantras facilones. Y es que ahora los imperios ya no se construyen en los garajes sino levantando pesas y con dietas libres de grasas. Eso sí, lo que estos timadores nunca cuentan en sus cursillos a precio de oro es que las casas, los negocios y los coches de lujo de los que presumen y con los que seducen a sus víctimas ya les venían puestos de casa, y que las horas necesarias de gimnasio -junto con las ayudas externas- para mantener esas musculaturas artificiales son incompatibles con cualquier otra actividad laboral, salvo que seas Chris Evans preparándote para ser Capitán América de nuevo -por favor, Marvel, ni se os ocurra.

En mi época de facultad durante una clase de Aristóteles alguien se puso a rapear Anthropos politikon zoon (El hombre es un animal político). Esta canción se convirtió en una broma en común que solíamos tararear cuando nos juntábamos los de Filosofía, que puede que no fuéramos la gente más divertida del campus pero éramos pocos y nos llevábamos bastante bien. Cuando aquel chico rapeó a Aristóteles no lo hizo solo para hacerse el gracioso sino porque realmente creía que el ser humano no es nadie aislado del resto de sus semejantes y que los mayores logros de la Humanidad se habían conseguido mediante la cooperación y sostén mutuos y no compitiendo. Yo era una nadadora terrible, y lo era no porque nadara mal, todo lo contrario, sino porque odiaba competir, para mí no había nada más hermoso que pasarme horas en el agua nadando sin una finalidad, pero detestaba tener que hacerlo contra alguien. Sin embargo me encantaba ir a entrenar todos los días porque era caótico y las corcheras desaparecían y te tropezabas con tus compañeros que aprovechaban tu estela para dejarse llevar o ganar unos metros. Estos días, cuando vi a los estudiantes de algunas universidades americanas ocupando los campus y pidiendo a su país y a sus universidades que dejen de ser cómplices del genocidio que Israel está cometiendo sobre el pueblo de Gaza, volví a sentir las mismas cosquillas en el estómago que sentía en mis lejanos días de entrenamiento. Fue entonces cuando recordé de nuevo a mi amigo rapeando a Aristóteles.

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