Punto y seguido

Irán y la errónea política española

Jeb Bush, hermano del anterior inquilino de la Casa Blanca, pronosticó hace casi una década que la implicación española en el asalto a Irak iba a reportar beneficios inimaginables. Apuntaba al reparto del botín de guerra entre los invasores, a costa de millones de vidas destrozadas.
Recuerda al reciente paso de Joe Biden por Madrid, una oportunidad que el presidente español aprovechó para reafirmar su nuevo talante respecto a la ambición nuclear de Mahmud Ahmadineyad. Semanas antes, superando a Washington en severidad, llegó a pedir a los socios europeos que adopten medidas adicionales, que sufriría el pueblo iraní y no el régimen que le oprime.
Si la Moncloa se preocupara sinceramente por la paz en aquella convulsa zona, suprimiría de inmediato el floreciente comercio de armas con los países en guerra o que violan los derechos humanos, como Irán e Israel.

Algo habrá pasado para que España abandone la política de diálogo crítico con Teherán y cierre filas con los intereses de EEUU en Oriente Medio. En un Irán reflejado en el espejo iraquí, los soñados beneficios futuros tientan incluso a Repsol para congelar sus proyectos en el sur iraní, en uno de los mayores yacimientos de gas del mundo. Como sólo afecta a los bolsillos de siempre, no importa que la subida del precio de petróleo sea la menor de las desgracias venideras, con el aumento de la tensión en la zona.
España podría jugar un gran papel para que la crisis con Irán no se convierta en la guerra contra Irán. Los intereses de la ciudadanía de ambos países coinciden en la exigencia de una vía pacífica para resolver un conflicto todavía político. La supuesta nuclearización iraní es una cortina de humo que tapa los crímenes del totalitarismo político y religioso del régimen, que tan sólo en los últimos diez días ha ejecutado a once personas. En vez de perseguir fantasmas de armas inexistentes, España debe exigir el respeto a los derechos humanos como eje de su política exterior.
El Gobierno español no puede menoscabar la contrastada voluntad pacifista de la masa votante. Aunque contribuir a la paz debería formar parte de las obligaciones de la clase política y no de sus cálculos electorales.

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