Es una pregunta propia del cocinillas y del amante de la sopita rápida bajo la manta: el caldo que compro en el súper y que echo a mis guisos, estofados y sopas... ¿es saludable?
Un teorema de Pitágoras, porque en nutrición las cosas son a veces un poco confusas. Las respuestas que dan los expertos se parecen a la jerga jurídica, o acaso a la gallega, ya que responden con un "pues depende".
Ni siquiera está claro que un caldo hecho en nuestra casa, totalmente artesanal, llegue a ser más saludable que uno comprado ya envasado. Porque otra vez obra aquí este sortilegio, el necesario 'depende' de lo que le eches...
Si te preocupa el asunto, si te gusta saber qué entra por tu boca, qué inunda tus bajíos, y qué te hace, en definitiva, vivir... deberás empezar por leer los ingredientes que aparecen en el envase. Aunque es tedioso, ya que parecen acertijos de la cábala hebrea, solo allí puedes obtener la respuesta.
Nunca te fíes de lo que ponga en letra grande en el envase, pues la ley es un poco vaga o permisiva. Puede poner 'pollo del corral' sin que ese pollo haya pisado jamás la granja de Heidi (o la que figure en tu imaginación de urbanita). En realidad, muchos discuten si existe eso del 'pollo de corral'.
Puede decir 'pollo' sin que apenas aparezca el ave entre sus ingredientes. Pueden llamar 'casero' a una masa hecha de almidón con aromatizantes. Por poder, podrían decir supercalifristicoespialidoso y ningún juez movería seguramente un dedo.
Entonces, te toca leer, y llevar gafas, a cierta edad, porque la valiosa información está en las letras minúsculas del envase, y es liosa. A muchos de estos caldos es cierto que no les añaden conservantes, como rezan en el título, pues su proceso de cocción- a altas temperaturas y durante varias horas- permite su conservación. Eso sí, una vez abierto, se tendría que consumir en los próximos días.
Si el caldo es decente, se habrá elaborado siguiendo unos pasos parecidos a los caseros pero a gran escala. Pero este no es el problema...
Debes mirar con ojo felino los datos nutricionales, porque es allí donde se sabe a qué clase de espécimen te estás enfrentando. Observa si contiene realmente el pollo, la verdura o el pescado publicitado con luces neón: sobra decir que aquellos preparados que muestren mayores cantidades en sus porcentajes serán en principio los más nutritivos. Pero fíjate también si donde pone 'pollo' se refiere a su carne o grasa.
Si aparecen misteriosos almidones, saborizantes, y otras cosas que no echarías a tu caldo casero, desconfía. Es el momento de pensar que ese líquido amarillo seguramente sea poco más que agua con sabor y un 0,1% de pollo. Los extractos, colorantes, y potenciadores, nos dan una pista de que nos están dando zumo de gato por liebre de corral.
Pero este sigue sin ser el problema principal. El enemigo oculto es otro. Es la sal.
La sal en los productos del supermercado es como el Diablo bíblico: su nombre es legión, y se oculta en cantidades obscenas en los alimentos más insospechados (principalmente entre los ultraprocesados). Y esa sal en exceso es un destructor digno también del Antiguo Testamento: llama a la plaga de la enfermedad crónica no transmisible.
Estos preparados son a veces muy salados (la mayoría, en realidad). Es el truco para su sabor. La ecuación de poco pollo y mucha sal. Si los usas con frecuencia, seguramente le estarás metiendo a tu organismo unas cantidades de sodio con las que no contabas. Tal vez se junten con la sal del jamón de la merienda, la de la tostada con anchoas, o incluso, y también oculto allí el sodio reptador, con la de los cereales del desayuno.
Aunque la sal es un mineral necesario para los seres vivos, su alto consumo tiene una relación directa, y bien estudiada, con la hipertensión. A esta patología la tildan los médicos de 'asesino silencioso', pues si no se controla, con el tiempo, sin apenas mostrar síntomas o achaques, puede provocar un descalabro en nuestro sistema arterial.
Según la Organización Panamericana de la Salud, "el exceso de sal en la dieta incrementa la presión arterial causando aproximadamente el 30% de hipertensión, representa un posible carcinógeno para el cáncer gástrico y está asociada con la insuficiencia renal y la osteoporosis".
La OMS recomienda el consumo de menos de 5 g/sal (<2 g de sodio) por adulto/día. Y con nuestro inocente caldito puede que nos estemos pasando de la raya... de sal. Una ración de estos caldos salados (250 mililitros), supondría un aporte de entre 1,5 y 2 gramos. Los caldos del supermercado suelen llevar entre 0,7 y 0,8 gramos de sal por cada 100 ml. Los que señalan como bajos en sal, contienen unos 0,6 por 250 ml. Mejor escogerlos entonces con baja cantidad o reducidos en ella.
Menos es más, y el gusto se adapta con el tiempo a la reducción de sal. Tenemos las papilas en cierto modo hipertrofiadas. Y esto debería tener, además, una correlación práctica en tus caldos caseros: la sal es igual de nociva en tus manos que en los de la industria.
La calidad de las carnes o verduras puede tener su importancia, aunque la regla general es que los caldos ya son de por sí poco nutritivos. La cantidades de proteínas o vitaminas que se cuelan en ellos son pequeñas, y aún más en procesos industriales. La fibra de las verduras tampoco llega a ellos, perdiendo una de las riquezas nutricionales.
Aunque lo hagas en casa, y vigilando la sal, piensa que un caldo también puede contener muchas grasas, y terminar siendo más excesivo que los prefabricados. Es ese 'depende de lo que le eches' del que hablábamos al principio.
Lo ideal es cargarlo de muchas verduras, frescas y variadas, y escoger, si echamos carne, las que tengan menos grasa, y siempre, ya lo hemos dicho, controlando la sal.
Y si crees que es buena idea añadirle un cubito o pastilla de caldo concentrado... qué salao. No nos has leído bien hasta aquí: estamos en el peor escenario, con glutamato, aún más sal concentrada, y grasas poco saludables.
Comentarios
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