Como no sirven de nada en estos días, recibo con especial alborozo las encuestas sobre la intención de voto de los españoles en unas posibles elecciones generales. Resulta que, en medio de la pandemia, el caos, la muerte y el acabose cotidiano que se minuta en periódicos y noticieros, los españoles votaríamos más o menos lo mismo que en el ya lejanísimo 10 de noviembre de 2019. Aunque José Félix Tezanos, polémico jefazo del CIS, nos llame a la prudencia: "No confíen en las encuestas: su fetichismo puede provocar errores notables de cálculo", nos ha dicho el encuestador mayor del reino. Razón de más para desconfiar de él y creer en la demoscopia como única religión de verdad purísima. Un monarca republicano siempre es un fraude.
Mientras twitter y la calle se despedazan a mordiscos psicobélicos, esos entes mitológicos llamados los encuestados conservan una tranquilidad yedi superior incluso a la de Jordi Pujol frente a un inspector de Hacienda. La España electoral está jugando a don Tancredo en el epicentro del terremoto.
En otros países se entendería, pues la complicidad más o menos sincera entre gobiernos y oposiciones que se ha visto en todos los lugares, salvo en España, ha invitado a la tregua, a la paralización de la inquina, al aplazamiento incluso sentimental.
Aquí políticos, periodistas con pin-up, caceroleros minoritarios pero muy mediáticos y otras extrañas especies agitan todos los días la coctelera española como si no hubiera hielo para mañana. Y, sin embargo, la plebe demoscópica no pía, no se estremece, no convulsiona. Algo deben de estar haciendo mal los encuestados o los encuestadores.
Yo disfruto mucho en estos días con las encuestas, porque son las únicas que me dan la fotografía, manipulada o no, de una España razonable. Manoseo esa fotografía con melancolía de Nexus-6 que quiere interiorizar una infancia inventada.
Mientras las derechas más rimbombantes identifican el grial de su patriotismo con don Pelayo, la bandera, un palo de golf y una hostia consagrada, a mí lo que me pone patriota es esa España serena que pintan las encuestas.
Quizá esa España comprende que lo único que sucede es que la humanidad se ha puesto enferma, y hay que meterla en la cama con su camisita y su canesú.
Es gracioso cómo esta pandemia nos ha infantilizado aun más de lo que estábamos. Llevamos dos meses castigados sin salir del cuarto por haber intentado destrozar un planeta. Niño, deja ya de joder con la pelota.
Estoy impaciente por ver lo que sucede en las dos elecciones estivales que inauguran la temporada Covid de nuestra democracia. Serán este 12 de julio en Euskadi y en Galicia. Si los movimientos son mucho menos sísmicos de lo que emite la histeria catódica, quizá el resultado de esas elecciones ayude a sosegar el ambiente un poco.
Durante las próximas semanas, se anuncia en España el arranque de la primera guerra de escraches que en el mundo se ha visto. Así dicho, suena grotesco. Y lo es. Y aunque sean muy pocos, coparán las parrillas televisivas y las tertulias y las redes sociales y las líneas telefónicas, y todos hablaremos todo el tiempo de ellos. De una forma u otra. Queramos o no. Antonio García Ferreras lo bautizará como el scrachement e inventará un escachómetro, Xabier Fortes entrevistará muy seriamente a doctorandos en Harvard especializados en Escrachología, Ana Rosa e Inda pedirán al ejército un escrache en Moncloa, y todo en este plan entrópico, carpetovetónico y disparatado.
Por eso, para combatir tanto estrés, yo miro las encuestas como otros hacen crucigramas. Es un ejercicio vano y algo pueril, pero a mí me relaja mucho.
Comentarios
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