Mi padre era un fervoroso cazador. Yo lo llamaría un ecocazador, porque en su generación la caza no era un deporte, sino una cuestión alimenticia y, a la vez, ecologista, pues su prioridad no se limitaba a la muerte animal, sino también la necesidad de regular el crecimiento intrusivo de algunas especies, como el conejo. Al conejo, en aquel Toledo de mi padre, había que matarlo aunque no te gustara su carne, porque si su población se hacía invasiva era un foco de plagas no solo para su propia especie, sino también para otros animales.
Antes de morir, ya muy abatido por el cáncer, mi padre me dijo:
- ¿Sabes, Taru? (Taru viene de tarugo, que es mi apodo familiar) No hago más que pensar en todos los pajaritos que he matado.
Me estremeció que dijera pajaritos, porque jamás abatió nada volador que no fuera comestible, paloma, perdiz y tórtola, que siempre acababan en la cazuela de aquella granja pobre y sin electricidad donde pasábamos nuestros felicísimos veranos toledanos.
Aunque aprendí a disparar aun siendo muy niño, nunca compartí esa pasión de mi padre por la caza. Supongo que, sobre todo, porque es ejercicio para el que hay que levantarse muy de amanecida, y yo ya era un gran resacoso vocacional incluso mucho antes de empezar a beber.
Lo que sí me encantaba era, por la noche, salir con él y mis hermanos a cazar gamusinos entre tomillo y retama. No íbamos armados más que con tirachinas, que fabricábamos nosotros mismos con ramas y goma de neumático. Mi padre, muy silencioso, nos señalaba el lugar en el que decía haber intuido al gamusino, y nosotros disparábamos nuestros cantos con fe ciega en su generalato. El gamusino siempre escapaba (mi padre también tenía muy buen ojo para verlos huir por oscuridades para nosotros impenetrables), pero sus soldados nos quedábamos con esa satisfacción cruel e infantil de casi haber abatido a un gamusino.
Ahora que ya soy viejo y descreído, veo cómo muchos colegas de esta indecente profesión van a cazar podemitas como yo iba a cazar gamusinos, aunque sin la misma nobleza. El podemita es un ser tan mítico como el gamusino, pues se le presuponen poderes y perversiones muy superiores a los de cualquier humano. El podemita mete tanto miedo a estos periodistas y lectores infantilizados, que cualquier sospecha se observa suficiente como para intentar lapidarlo a tirachinazos.
Lo hemos observado por enésima vez esta semana con el abandono de Lilith Vestrynge de sus cargos políticos e institucionales. Enseguida, toda la caterva de odiadores salió a refocilarse en el hecho de que una podemita más huía hacia las sombras de tomillo y retama. A nadie se le ocurrió pensar que hubiera razones íntimas para esa dimisión. Twiter se llenó de pedradas. La red se convirtió en descampado para un montón de clones de Carlos Herrera y Federico Jiménez Losantos, babeando espuma como carroñeros hambrientos. Solo algunos tuvieron la decencia tardía de borrar sus tuits cuando intuyeron que había algo más, otros ni siquiera eso. La mayor parte de la chanza y chirigota contra Vestrynge y Podemos la protagonizaron gentes de la presunta izquierda.
Los españoles presumimos de ser un país de quijotes, y nada más lejos de la realidad. El gamusino Podemos ha demostrado, en su corta década de vida, que aquí lo que se odia con más ferocidad es el idealismo. Su sectarismo, que tanto se ha criticado, es fehaciente. Igual de fehaciente que el de cualquier formación política. Pero jamás he escuchado a ninguno de nuestros más ilustres burdólogos hablar del sectarismo de Vox, tribu cerrada de émulos del Ku-Klux-Klan que ni siquiera dejan asistir a los periodistas que no son de su cuerda a sus mítines y debates. O del sectarismo del PP, capaz de guillotinarse cuando su líder insinuó la corrupción de Isabel Díaz Ayuso con su hermano comisionista. La secta de Susana Díaz, en el PSOE, mandó echar del Congreso a Pedro Sánchez, que se vengó bella, democrática e implacablemente. Y podría seguir repasando todo nuestro espectro político de sectarios hasta el partido más irrelevante.
Ahora le ha tocado ese odio a Lilith Vestrynge, a quien no recuerdo jamás frase ni actitud alguna que pudiera ofender ni dañar a nadie. Cuando el odio de los odiadores me amarillea la sangre, como en estos días, yo suelo ponerme discos de Serge Reggiani, quizá la voz más bella que dio jamás la chanson francesa. Y aquí os dejo esta: a Lilith primero (mon enfant, mon petit, bonne route), y después a todos los que no sabéis odiar.
Comentarios
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