Al sur a la izquierda

Soberano por un día

Si la huelga general hubiera sido una botella llena de algo, tanto valdría decir que estuvo medio llena como que estuvo medio vacía. No fue un fracaso, pero no fue un éxito. No obstante, cuando de una huelga general no puede decirse con rotundidad que ha sido un éxito, eso significa que más bien ha sido un fracaso. Pero las posiciones que no logró ocupar la ofensiva llamada huelga general consiguió tomarlas ese gran movimiento envolvente de tropas que fueron las manifestaciones.

Centenares de miles de personas saliendo unánimemente a la calle son un hecho políticamente significativo, si bien al término de jornadas como la de ayer todos los gobiernos suelen apresurarse a decir lo mismo: que sus políticas no cambiarán. En general, tal cosa no suele ser verdad, lo que ocurre es que en ese momento los gobiernos todavía no lo saben.

La clave de la jornada de ayer no fue la huelga, sino la calle. ¿Sabrá el Gobierno leer correctamente el texto que ayer escribió la calle? En realidad y con un poco de buena fe, es un texto fácil de leer. Lo difícil es sacar las consecuencias de esa lectura, y ahí radica justamente el problema. El problema radica en que el Gobierno no es dueño de sí mismo y que aparenta gobernar un país que a su vez tampoco es dueño de sí mismo. La gente salió ayer a la calle para hacerle saber al Gobierno cuál es su situación y para recordarse amargamente a sí misma que habita un país que no sabe qué diablos hacer consigo mismo.

La gente se manifestó ayer contra el Gobierno, sí, pero no exactamente. Sí, pero no del todo. La gente se manifestó para proclamar su ira, su desesperanza, su impotencia y su estupor. De esos diferentes alcoholes de alta graduación se componía el cóctel de la botella del 14-N. La combinación del brebaje es peligrosa, pero todavía no es fatal. Lo será cuando la ira se convierta en el ingrediente principal del cóctel.

El pueblo soberano salió la calle para ser soberano por un día. En el día de ayer el pueblo fue un monarca soberano dándose a sí mismo un postrero homenaje de libertad y poderío ante la inminencia de su derrocamiento, que todavía no es oficial pero que ya es un hecho. Lo que patéticamente proclamaban sin proclamarlo las manifestaciones de ayer era eso: que el pueblo ha dejado de ser soberano y lo sabe. Y que ese derrocamiento invisible y todavía no oficial lo tiene sumido en la ira, la desesperanza, la impotencia y el estupor. No es imposible que algún día la ira acabe devorando a los otros tres ingredientes del cóctel y ocupando por entero la botella. Si tal cosa ocurre, el Gobierno recordará con amargura e impotencia aquel funesto día en que proclamó que nada le haría cambiar sus políticas: sus inútiles, dolorosas y desgraciadas políticas.

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