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No es eso, no es eso

VENTANA DE OTROS OJOS// MIGUEL DELIBES DE CASTRO

Volando sobre la cuenca amazónica, en algunos días claros, pueden verse grandes extensiones deforestadas, como trazadas a cuchillo, y enormes humaredas que se alzan desde ellas miles de metros, alcanzando la altura del avión. Evidentemente, no son obra de modestos campesinos que intenten abrir una chacra donde cultivar o apacentar unos cebúes, sino iniciativas a gran escala, con importante respaldo económico. Años atrás, cuando uno inquiría le explicaban que la crisis de las vacas locas en Europa había producido un alza llamativa en los precios de los piensos, de forma que los terratenientes sustituían los árboles por soja, muy rentable. Ya entonces, esa relación entre la encefalopatía espongiforme y la destrucción del bosque tropical forzaba a reflexionar sobre la pequeñez del mundo y las insólitas conexiones entre problemas distantes.

En este 2008 he visto de nuevo desde el aire grandes parcelas de suelo amazónico desnudo, pero cuando he comentado algo acerca de la demanda de piensos, me han corregido: "No, no; pero el pienso ya no interesa tanto a los países ricos; ahora demandan biocombustibles, y se destruye la selva para producirlos". La información me produjo, a la par, perplejidad y tristeza.

Durante mucho tiempo, la mayoría de los naturalistas hemos defendido la obtención de energía a partir de la biomasa vegetal, por diversos métodos, como una alternativa deseable a los combustibles fósiles. Pero no necesito decirles que no imaginábamos que para eso hubiera que destruir la selva. Hace algún tiempo, el americano Stuart Pimm hizo las cuentas del rendimiento del capital natural. Entiéndanme bien. No calculó cuánta naturaleza existe (el capital), sino cuánta se produce cada año (los intereses). Eso es tanto como decir la cantidad que podemos utilizar los seres vivos, humanos incluidos, sin dañar el capital. De entre sus muchas estimaciones, una resulta especialmente pertinente aquí: Los campos de cultivo del mundo producen anualmente alrededor de 26.000 millones de toneladas de biomasa vegetal, y los humanos comemos solamente mil millones. ¿Adonde va el resto? Una parte relevante (alrededor de 1.800 millones de toneladas) nutre al ganado, y alguna sirve como abono o, desde luego, como alimento de la fauna silvestre (plagas incluidas). Pero el resto, la inmensa mayoría, es basura que se pierde. Esa es, precisamente, la biomasa que debemos usar para obtener energía.

Ya sé que, técnica y económicamente, es difícil. Pero habrá que intentarlo. Concentrar la producción de materia vegetal de alta calidad es más rentable que colectar biomasa dispersa y heterogénea. Pero un buen fin, como son los biocombustibles, no justifica cualquier medio para obtenerlo. Ni destruir hábitats valiosos ni retirar alimentos humanos está justificado. En la asunción de ese compromiso se juegan los productores de biocombustibles su credibilidad ante la sociedad.

* Profesor de investigación del CSIC

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