Dominio público

Mi libertad termina...

Augusto Klappenbach

AUGUSTO KLAPPENBACHMi libertad termina...

Mi libertad termina donde empieza la libertad de los demás. Es decir, si lo entiendo bien, que cuanto más reducida sea la libertad de los demás, mayor será la mía. Y además, que las libertades son incompatibles: una termina donde empieza la otra. Y, llevando esta frase al límite, yo sería la única persona libre si los demás perdieran ese privilegio.
No se trata de un mero juego verbal. La libertad del liberalismo –y sobre todo del neoliberalismo– es la que se describe en este mantra que se ha repetido hasta la saciedad suponiendo que expresa la esencia del respeto hacia los demás, cuando en realidad postula la más cruda competitividad.
El supuesto ideológico sobre el cual se fundamenta la libertad del liberalismo es la prioridad del individuo sobre la sociedad. Margaret Thatcher lo expresaba claramente: "La sociedad no existe", tratando así de reivindicar el carácter real y concreto del individuo frente a la abstracción ideológica que implicaba a su juicio la concepción socialista de la vida social.
Las ideologías son inevitables en una sociedad como la humana que no está regida únicamente por las leyes que proporciona la naturaleza. Pero lo peligroso consiste en confundir la ideología propia con la realidad misma, arrojando las demás al reino de las abstracciones y los deseos utópicos. Resulta significativo que cuando se habla de la "muerte de las ideologías", los funerales se celebren para las ideologías ajenas, mientras que las propias siguen gozando de buena salud.
Es evidente que abstracciones tales como la Razón de Estado, la Raza o la Patria han costado el cuello a más de un ser humano de carne y hueso. Pero no es menos cierto que el individuo aislado de todo aquello que lo constituye como tal (su situación en la sociedad, sus relaciones con los demás) es tan abstracto como esas grandes palabras escritas con mayúsculas.
La libertad, tal como la concibe el liberalismo, es una propiedad del individuo aislado, una abstracta capacidad de autodeterminación que sólo reconoce como límite el encuentro con otras libertades igualmente abstractas. Y la consecuencia inevitable de esta manera de entenderla consiste en la competitividad: la vida social se concibe como una competencia entre libertades cuyos límites fluctúan según la capacidad de cada una de ellas. Es decir, lo que se expresa en el título de este artículo.

El liberalismo naciente lo expresaba con más claridad: autores como Spencer o Graham Summer sostenían que el progreso social sólo podría desarrollarse al precio de no interferir en la lucha entre los miembros más fuertes y los más débiles de la sociedad, siguiendo el modelo de la evolución de las especies. Summer resumía así este darwinismo social: "Quede bien claro que no podemos salir de esta alternativa; libertad, de-
sigualdad, supervivencia del más apto; no libertad, igualdad, supervivencia del menos apto. El primer término de la alternativa lleva a la sociedad hacia adelante y favorece a sus mejores miembros; el segundo lleva a la sociedad hacia atrás y favorece a sus peores miembros". Es decir, la libertad es el trofeo que consiguen quienes triunfan en la lucha por la existencia y por tanto nunca puede ser patrimonio universal.
¿Implica la crítica a la concepción liberal de la libertad una defensa del absolutismo colectivista que anula la libre decisión individual? Buena parte del discurso liberal así lo pretende, mostrando –con razón– los resultados nefastos de estados absolutistas que anularon la capacidad de decisión del ser humano concreto pero callando las no menos nefastas consecuencias del liberalismo salvaje que inspiró el desarrollo del capitalismo.
La opción entre individuo y sociedad es una falsa opción. Los hombres sólo pueden ser libres en la sociedad y la sociedad sólo puede ser libre asegurando la libertad de sus miembros. Y ello implica comprender que la libertad no es una de las posesiones de un individuo autosuficiente sino un modo de relación social, aquel en que se eliminan las relaciones de dominación. Es decir, será libre la sociedad en la cual sus integrantes no sean considerados como meros instrumentos sino que sean reconocidos como "fines en sí mismos", por usar una terminología kantiana. Y sólo estas relaciones libres son las que aseguran la libertad de cada uno de ellos. Desde este punto de vista, la libertad de los demás no sólo no constituye un límite a la libertad propia, sino que es la única manera de asegurarla, ya que en una relación de dominación no es libre ninguno de sus miembros: el esclavo es una posesión del amo, pero el amo depende del esclavo para asegurar su vida, parafraseando a Hegel. Solamente desde la superación de la opción entre individuo y sociedad la libertad puede universalizarse.
¿Utopía? Sin duda. Pero sin entrar en el tema de la eficacia histórica de las utopías conviene recordar que no menos utópica es la libertad tal como la concibe el liberalismo, que postula –contra toda evidencia histórica– la reconciliación de los intereses competitivos por medio de la acción de una mano invisible que convertiría la libertad egoísta del individuo en fuente de cohesión social. Liberalismo al que, sin duda, hay que agradecerle muchas cosas: todos –casi todos– somos liberales en la medida en que rechazamos cualquier injerencia estatal en nuestra vida privada, nuestras convicciones personales o en la manifestación pública de nuestras opiniones. Pero de ahí a sacralizar la competencia como criterio de organización social hay un largo trecho. Porque, mal que le pese a Margaret Thatcher, la sociedad sí existe..

Augusto Klappenbach es periodista y escritor.

Ilustración de Mikel Casal

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