Dominio público

Ciudadanos con todos los derechos

Joan Herrera

JOAN HERRERA

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Se da por hecho que actualmente en España vivimos en una democracia plena, avanzada, absoluta, y se considera que ésta ha sido la legislatura en la que se ha avanzado más en materia de derechos. Se habla de las conquistas de estos años (el matrimonio entre personas del mismo sexo) y se conocen las renuncias (el aborto, el derecho a morir con dignidad). Sin embargo, uno de los derechos más elementales de la ciudadanía, el derecho de votar y ser votado, está fuera del debate en nuestro Estado, que ha pasado de ser un país de emigrantes a ser un país de inmigrantes. Las decisiones que tomamos no las decide el conjunto de la sociedad, ya que son muchos los ciudadanos y ciudadanas que pagan religiosamente sus impuestos pero no pueden votar ni ser votados, ni siquiera en las elecciones municipales. Por mucho que nos duela reconocerlo, vivimos en una democracia amputada.

La ausencia de un derecho tan básico como el votar obliga a amplios grupos de nuestra sociedad a vivir al margen de la cosa pública. Conlleva, además, que a ciertos gobernantes y candidatos pueda serles indiferente hacer o no una política hacia esos colectivos determinados. Algunos se instalan en el cálculo electoral de ignorar a aquél que sabe que nunca le va a poder votar e incluso, como Duran, hacen un discurso que roza lo xenófobo, por el simple cálculo electoral. El derecho de voto es por tanto el mejor de los antídotos contra la exclusión.

A este argumento, de mayor cohesión social, se le suma el de calidad democrática. No nos podemos permitir, especialmente en las elecciones municipales, que haya barrios, pueblos y ciudades con una amplia porción de sus vecinos que no opinan sobre cuál va a ser su futuro. A las mismas obligaciones, los mismos derechos. Así lo reclama el Manual Europeo de Integración de Inmigrantes, y el Convenio sobre la Participación de los Extranjeros en la Vida Pública Local de 1992 concluye que los extranjeros con voluntad de permanencia deben tener los mismos deberes que los nacionales, y que su participación política es la mejor vía para facilitar su integración en la comunidad local.

Mientras, en nuestro entorno más inmediato, son varios los países que reconocen este derecho en las elecciones municipales. Lo hacen Irlanda, Suecia, Dinamarca, Holanda, Reino Unido y Finlandia; en España se da la paradoja de que una persona inmigrada puede votar y ser votada, pero se niegan las reformas legales para avanzar en derechos políticos.

Para que ello sea posible, en España habría que eliminar algunos obstáculos legales. El primero de ellos, la reforma del artículo 13.2 de la Constitución. Éste establece mediante el principio de reciprocidad que, para que un ciudadano extranjero pueda votar en España, un español tendrá que poder ejercer el voto en el país de origen. Dicho, claro y alto: allí donde no hay democracia, el ciudadano de ese país se fastidia. Ni pudo votar en su país de origen ni puede votar en su país de acogida. Si la democracia exige la participación de los inmigrantes con residencia estable y la CE contiene una condición de reciprocidad que prácticamente imposibilita el sufragio, la única salida lógica es la reforma de la Constitución.

Mientras la reforma constitucional no se produce lo urgente sería la realización de convenios bilaterales con aquellos países con un mayor número de inmigrantes en nuestra sociedad, permitiendo que ese gran número de ciudadanos no se quede al margen de la vida pública y política. A medio y largo plazo, deberíamos empezar a interrogarnos si tiene sentido esa asociación entre derecho de voto y nacionalidad, en sociedades en las que los derechos políticos, sociales, deberían ligarse a la simple ciudadanía.

Ante la necesidad de avanzar y a pesar de la insistencia de SOS Racismo y de muchos otros colectivos, en España no ha habido ningún paso adelante. Así, el único país extracomunitario con el que España ha firmado y ratificado un convenio para poder votar en las municipales es Noruega. Empezamos llevando el debate al principio de legislatura, alejado de los comicios, y se nos dijo que no. Volvimos a insistir, y se aprobó una declaración genérica, pero no hubo voluntad política. Conseguimos que finalmente el PSOE firmase una proposición no de ley en la que se instaba al Gobierno a la firma de convenios bilaterales con aquellos países con mayor número de inmigrantes, y se llevaba al Consejo de Estado el artículo 13.2. Pero mandaron parar el debate. Finalmente, en la Subcomisión que ha tratado estos temas en el Congreso, y a pesar de que finalmente no hubo conclusión alguna, lo primero que acordaron los partidos mayoritarios fue suprimir una vaga referencia al derecho de voto.

Nuestras ciudades cambian, y parte de nuestros vecinos ni se sienten ni son interpelados a tomar decisiones, mientras nosotros continuamos con ese tópico y retórico reto de la inmigración. Éste no es un debate de izquierdas y derechas, es una discusión básicamente democrática. Y estar por el derecho de voto es básicamente de demócratas. En los próximos días, este debate será en el mejor de los casos uno más, pese a ser unos de los principales problemas y el principal reto para la calidad democrática de nuestra sociedad.

Republicanismo cívico, un Estado laico es al fin y al cabo más y mejor democracia. Poder decidir cómo morir con dignidad, ser mujer y decidir libremente la maternidad, haber llegado desde lejos, y haber optado por quedarte, con todas las obligaciones, y con el derecho a decidir sobre tu futuro, conforma una sociedad plena. En los próximos meses, el debate está en cómo conseguirlo. Y la vía no parece que sea guiñándole el ojo a una opción más conservadora que nacionalista como es CiU, o poniendo paños calientes en la relación con la iglesia. La respuesta parece sencilla: conseguir un polo mayor de exigencia social, ambiental, pero también democrática en el próximo Congreso de los Diputados.

Joan Herrera es portavoz de IU-ICV en el Congreso

Ilustración de Patrick Thomas

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