El azar y la necesidad

Más Attlee y menos Cameron

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la Gran Bretaña, al igual que la mayoría de países europeos, estaba sumida en una profunda crisis. La deuda era monstruosa,  subía a más de 15.000 millones de dólares, el Banco de Inglaterra estaba en bancarrota técnica, la libra se había desvalorizado a la mitad de su valor anterior a la guerra y muchas ciudades estaban en ruinas por culpa de los bombardeos. Este era el panorama que se encontró Clement Attlee cuando, contra todo pronóstico, ganó las elecciones de julio de 1945 a Winston Churchill. Churchill, durante la campaña electoral, acusó a los laboristas de soñadores socialistas, de aspirar a utopías que provocaban pesadillas, pero muchas de las reformas que Attlee puso en marcha en su mandato fueron respetadas posteriormente por el líder conservador. La victoria de Attlee causó cierta sorpresa a nivel internacional, un hombre aparentemente sin carisma, poco dado al exhibicionismo, gris en contraste con su antecesor. Pero esa falta de cualidades mediáticas en el carácter de Attlee no eran un defecto, eran el reflejo de alguien más preocupado en servir a sus conciudadanos que en labrarse una carrera política.

El escritor británico Tony Judt en su magnífico libro El reflejo de la memoria nos habla de la honestidad de Attlee y define perfectamente cómo reconocer a un político serio al afirmar: "La seriedad moral en la vida pública es como la pornografía: aunque difícil de definir, sabes que lo es cuando la ves." Los británicos supieron ver en Attlee esa seriedad moral imprescindible con el ejercicio de la cosa pública. Y no les defraudó. En contra del pensamiento que hoy defiende el primer ministro Cameron de recortar derechos sociales en un entorno de crisis, Attlee hizo exactamente lo contrario: universalizó el National Health Service, el derecho a la atención sanitaria de toda la población, puso en marcha programas de asistencia alimentaria para la población infantil con menos recursos y tiró adelante un ambicioso programa de construcción de viviendas sociales. En el plano económico las recetas de Attlee harían estremecer, hoy en día, a la City: Nacionalización del Banco de Inglaterra, la electricidad, el gas, la industria metalurgia, los ferrocarriles, las comunicaciones, la minería, la aviación civil... Cuando en el año 1951 volvieron los conservadores, el único sector que privatizaron fue el de la metalurgia.  La Gran Bretaña vivía una situación de emergencia nacional, pero el estado según Attlee estaba para atender a los más débiles y necesitados.

A pesar de los esfuerzos del gobierno laborista, los años de la posguerra no fueron fáciles: hubo racionamiento de un sinfín de productos hasta el año 1954, los salarios estaban en un nivel muy bajo y la austeridad se impuso en el día a día de la vida de los británicos. Pero no se contrapuso austeridad a derechos sociales, el país era pobre y  había que repartir el esfuerzo. En esos días, nos cuenta Judt en su libro, los ricos no hacían ostentación, la gente se acostumbró a ahorrar, a reciclar, a valorar lo poco que tenía.

Si a algún político de izquierdas se le ocurriera proponer hoy las reformas que Attlee introdujo en la posguerra sería acusado de revolucionario, de comunista. Pero Attlee no era ni una cosa ni la otra. Era un socialista, eso sí, un reformador con sentido de estado, alguien capaz  en plena crisis de aumentar los derechos sociales, de nacionalizar los principales servicios o de facilitar la independencia de la India. La contribución de Attlee al bienestar de los británicos supera a la de cualquier otro primer ministro del siglo XX y, a pesar de eso, ha quedado relegado en un rincón de la historia, un hecho que, seguramente, habría complacido al político laborista, un hombre de altas cualidades morales que siempre prefirió pasar desapercibido.

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