Tierra de nadie

El fin de la izquierda conservadora

Las palabras son muy importantes. Lo que somos se define con palabras y hasta el pensamiento de lo que somos está sujeto al relato que podamos hacer de nosotros mismos. Son las palabras las que moldean el pensamiento y no a la inversa. De ahí que alterar su significado modifica invariablemente la manera de ser y la de actuar. De esto ya se ocupó Klemperer (La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo) y Orwell (1984 y su apéndice Los principios de la neolengua), aunque para el caso sea más pertinente la declaración de principios de Humpty Dumpty a la Alicia de A través del espejo de Lewis Carroll: Cuando yo uso una palabra quiere decir lo que yo quiero que diga, ni más ni menos".

Viene esto a cuento, y nunca mejor dicho, de los sorprendentes cambios que nuestro vocabulario político ha experimentado en los últimos años, hasta el punto de que un buen día el PP se atrevió a definirse de la siguiente manera: "somos el partido progresista, el partido de los trabajadores". Lo más curioso es que Cospedal, que tiene un sillón reservado en la Real Academia de Neolengua, no mentía del todo.

¿Era el PP un partido progresista? Bueno, según se mire. No lo sería hace cien años, pero para quienes entiendan que el progreso es la globalización, la liberalización entendida como desregulación y el imperio de los mercados, su progresismo es incuestionable. Frente a esta idea del mundo se oponía –al menos formalmente- la de una izquierda que quería conservar el Estado del Bienestar, los derechos laborales o el medio ambiente. ¿Era conservadora la izquierda? Absolutamente.

La derecha se nos hizo, incluso, revolucionaria. Abanderaba cambios radicales en la economía, denostaba las ataduras de las leyes, usaba términos casi anarquistas como autorregulación o hacía suyos otros que sonaban condenadamente bien como flexibilidad. Se atrevía incluso a proclamar no ya el final de las ideologías sino del Estado, esa vieja antigualla que Grover Norquist, asesor económico de Bush en 2004, soñaba con jibarizar de tal manera que cupiera en una bañera para así poder ahogarlo.

La izquierda se presentaba como algo pasado de moda. Sus teóricos más funestos, como Anthony Giddens, el inventor de esa Tercera Vía con la que Tony Blair convirtió el laborismo en una mueca, propusieron subir alegremente a ese carro de la modernidad que se llevó por delante no sólo un ideario sino también la propia identidad. Siempre a la defensiva o camuflada entre la propia derecha, la izquierda acabó siendo irreconocible.

Es ahora cuando la crisis ha dado la oportunidad de reescribir el adulterado diccionario que estábamos manejando. La revolución conservadora, la de los progresistas de derechas y de los reformistas reaccionarios, agoniza. Y es por fuerza a una izquierda que ya no puede ser conservadora porque apenas queda nada que conservar, a quien corresponde escribir su epitafio. Tal ha sido la destrucción de derechos y de valores que todo está por construir.

Son las fuerzas de izquierdas –las nuevas y las viejas- las que ha de poner en pie un nuevo edificio, otra arquitectura social que anteponga el desarrollo humano al económico, el bienestar social al beneficio individual. Hay que cimentar otra ética y para ello hay que devolver a las palabras su significado original. Urge articular un nuevo discurso, que es mucho más que una sucesión de eslóganes huecos en 140 caracteres.

Transformar el mundo no es cambiar lo inventado por lo imaginario. Para esa izquierda a la ofensiva vale también el consejo de Curt Riess, posiblemente el mejor biógrafo de Goebbels: "Si la propaganda logra falsear la realidad hasta el extremo de crear una realidad distinta; si todas las barreras entre la realidad viva y el anhelo de unos cuantos individuos dementes se derriban; si los seres humanos pueden transformarse en autómatas, que edifican y destruyen según la voluntad de un dictador, o bailan al son de una propaganda a la que ya no se reconoce por tal, entonces la ‘bomba retardada’ de Goebbels hará explosión".

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