De lo conocido hasta ahora, si algo revelan las filtraciones de Wikileaks sobre el servicio exterior de Estados Unidos es que, en líneas generales, su diplomacia trabaja bien y hace justo lo que se espera de ella. Ignora uno cómo será la labor de nuestros embajadores, pero parece lógico pensar que no se limitarán a ser representantes comerciales de Ferrero Rocher o asistir a bailes de salón, y si descubren que Ángela Merkel le da a la cerveza más de la cuenta o que Berlusconi reza ahora el rosario en vez de ir a fiestas con jovencitas transmitirán esa información al Gobierno por si pudiera ser de utilidad.
Como se ha puesto de manifiesto y salvo excepciones, los peor parados con la publicación de esta documentación clasificada no son los diplomáticos norteamericanos, algunos especialmente dotados para el humor o la literatura, sino sus interlocutores, cuyo comportamiento lacayo expone a las claras quién manda en el mundo y quién obedece de manera genuflexa. En el caso de España, siente uno vergüenza ajena por la conducta de determinados fiscales y algunos accesos de vómito por el comportamiento del Gobierno en el caso del asesinato de José Couso, sobre todo al recordar cómo desde la oposición pedía a Aznar que condenara los hechos e impulsara una investigación internacional sobre el ataque al hotel Palestina que acabó con su vida.
Es sonrojante confirmar que acogimos a presos de Guantánamo para caer bien a Estados Unidos, y que Obama lo sabía, aunque al menos nos diera 85.000 dólares por cabeza para los gastos, que la vida está aquí imposible. O que el Departamento de Estado tenga un manual de instrucciones para caer bien al Rey, un trabajo superfluo ya que habría bastado con invitarle a alguna cacería. Sin embargo, nada de lo anterior supone una sorpresa excesiva.
Es obvio que Wikileaks y su fundador Julian Assange se ríen de la seguridad de Estados Unidos, cuyos secretos pueden ser descargados en un cd de Lady Gaga o de Camilo Sesto. Pero no sólo. Implícitamente se burlan de esos grandes medios a los que facilitan los documentos, cuyo monopolio sobre la información es historia. Las grandes exclusivas las sirve un australiano y su portal de Internet desde nadie sabe dónde. Debería ser un motivo de reflexión para los periodistas y también de preocupación.
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