Estación Término

El suicidio de Arrabal y la abstención de PSOE y Cs

Fernando Pedrós

Filósofo, periodista y miembro de Derecho a Morir Dignamente

Llevo unas semanas en las que siento malestar político por la inconsecuencia parlamentaria, sobre todo del PSOE absteniéndose ante el proyecto de ley de eutanasia presentado por Unidos Podemos, y por el modo indigno en que se vio obligado a morir José Antonio Arrabal. Parece ser que vamos hacia atrás y que, en lugar de ir haciendo la transición de nuestras leyes y de nuestra convivencia hacia una verdadera democracia, caminamos en retroceso manteniendo al ciudadano –o súbdito– privado de libertad en dictadura. No es de un país democrático que un ciudadano como Arrabal tenga que decir "si estás viendo este vídeo es porque he conseguido ser libre". Ser libre tiene que ser como el respirar.

El ciudadano que hoy siente con fuerza su autonomía, esa capacidad de elección que le hace ser persona, tiene que sentir un malestar profundo al vivir bajo un clima político que asfixia en bastantes aspectos. Creo que la mayoría de españoles percibieron lo que significaba el rechazo del proyecto de ley de eutanasia. No me refiero al ‘no’ del PP, pues es lo esperado y normal de los conservadores, sino a la oposición de guante blanco de PSOE y Ciudadanos, que no dijeron fríamente un ‘no’ sino se abstuvieron como si la cuestión de la eutanasia y la propuesta que presentaba el proyecto de ley no fuera con ellos. Son ya demasiados años para seguir el juego del ‘pasar’. Podemos decir que son más de treinta años pues el primer beligerante fue DMD, asociación fundada en 1984, para cuestionar sin tregua la perversión ética del actual artículo 143 del Código Penal (CP). Pero, si saltamos las largas décadas de la dictadura, podemos llegar al cuestionamiento de la norma del CP que ya se hizo en tiempos de república.

La lección de Arrabal

A los pocos días del pleno de la abstención, un enfermo de ELA escenificó en una performance trágicamente real lo que suponía el rechazo al proyecto de ley que pretendía corregir el cómo trata el Código Penal las prácticas eutanásicas. Y tal como ocurrió hace años con la muerte también trágica de Ramón Sampedro, el país ha sentido la perversión del final de la existencia de un enfermo que, para poder terminar su vida, tuvo que agenciarse de manera clandestina su droga letal, y bebérsela en una indigna soledad.

Si, según la más reciente encuesta, la mayoría de los españoles –el 84 por ciento– está de acuerdo en que un médico pueda asistir a un enfermo que le solicita ayuda para morir dadas sus excepcionales circunstancias, creo que ante la escena de la muerte de Arrabal serían muy pocos los españoles que no se solidarizan con la postura de libertad del enfermo que quería morir.

La experiencia que hemos tenido al contemplar la muerte de Arrabal nos deja percibir la vergüenza de una muerte seria y libremente deseada y decidida, pero prohibida por el Estado. El suicidio no está penado en la legislación española. Si Arrabal se suicida puede hacerlo legítimamente. Una sentencia del Tribunal Constitucional confirma que es un acto lícito, nadie lo puede prohibir y es una actuación ética. Si no está penado, el Estado está reconociendo que nada ni nadie lo puede impedir. ¿Pero de verdad nada ni nadie lo impide? Lo normal es que, cuando puedes hacer algo, quieras hacerlo –en este caso el morir– con seguridad y dignidad. Y lo obvio sería acudir al médico para que te prescriba los medicamentos adecuados, su dosis y te indique el modo de hacerlo.

Pero no es posible hacerlo en España como puede hacerse en los países que tienen una ley de conductas eutanásicas y en siete Estados de EE. UU., en los que está aceptado el suicidio asistido y el médico te prescribe los medicamentos que tú podrás tomar para morir. Solo le quedan a los suicidas españoles las vías del tren, precipitarse desde un puente, la descarga de una bala, etc. Es decir, el recurso a la violencia consigo mismo. O bien solicitar un medicamento adecuado acudiendo a Internet, pero, claro está, con el riesgo de ser engañado o de que el envío sea un fraude o el medicamento no tenga una seguridad farmacéutica.

Se acepta jurídicamente el suicidio, pero solo le queda al suicida el recurso a un medio violento. Aquí está la incongruencia de los políticos que han legislado o que mantienen actualmente el Código Penal: consideran a la persona que no quiere seguir viviendo como un trastornado al que hay que quitar toda posibilidad de suicidio y mantenerlo, aunque no quiera, con vida. Y esta postura se mantiene por más que la persona deseosa de morir padezca una enfermedad grave e irreversible o tenga unos padecimientos constantes y difíciles de soportar. Se trata, pues, de un Estado un tanto sádico que la permisividad con el suicidio la acompaña de un abandono del ciudadano en esta situación. Y puesto que el suicidio –mal que les pese a algunas mentes aviesas– es el punto supremo de la autodeterminación del individuo, lo congruente sería poder recibir la asistencia médica de al menos una prescripción del medicamento adecuado; pero no, tal prescripción sería, según el CP, un delito de cooperación necesaria.

Además, en la escena Arrabal ha confesado su soledad en el final. Él mismo, para evitar todo riesgo de que algún familiar pudiera ser perseguido judicialmente por su suicidio, tuvo que mandar fuera de casa a sus allegados y no pudo despedirse de ellos y morir acompañado en un momento de gran valor en la relación familiar. El Estado le ha abandonado sin que pudiera tener una asistencia técnica sanitaria y, para colmo, le condena a una muerte en dura soledad lejos de la muerte digna que muchos políticos proclaman.

Hemos recibido una gran lección explicativa de la perversa norma del CP. ¿La habrán entendido tanto Cs como PSOE y habrán comprendido ahora el alcance del corrosivo sentido de su abstención al proyecto de ley presentado por Unidos Podemos?

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