Juegos sin reglas

A vueltas con la dicotomía mercado/Estado

Juan Miguel Báez

Profesor de Economía

Desde el primer curso de Economía se enseña al estudiante que la actividad económica tiene tres protagonistas principales: las familias (que deciden sus planes de consumo), las empresas (que deciden sus planes de producción) y el Estado (que, entre otras cosas, regula las transacciones que tienen lugar entre los otros dos agentes). La importancia de este último en el buen funcionamiento de la economía es indudable. Sin embargo, durante los más de dos siglos de existencia de la ciencia económica (hago referencia a ella con el calificativo de ciencia, aunque el mismo es discutible, lo que da lugar a un posible escrito posterior), la importancia del sector público ha sido objeto de importantes debates en el seno de la profesión. El más ilustrativo de ellos es el que tuvo lugar entre dos de los grandes economistas de la historia: Hayek y Keynes.

Un libro que resume muy bien esta discusión es el de Nicholas Wapshott: Keynes versus Hayek. El choque que definió la economía moderna (Barcelona, Grupo Planeta, 2013). El debate estuvo condicionado por dos aspectos que nos parece relevantes. En primer lugar, por los caracteres tan diferentes de ambos contendientes. Keynes era una persona muy sociable, que le gustaba gustar; y muy persuasivo, le encantaba convencer a los demás de que sus ideas eran las correctas. Sin embargo, Hayek era todo lo contrario, una persona más introvertida, con problemas de comunicación, especialmente en un idioma, el inglés, que no dominaba precisamente. Desde el punto de vista hayekiano, Hayek estaba más interesado en la rigurosidad que en el aplauso. Pero, desde el punto de vista keynesiano, Keynes estaba más interesado en resolver los problemas económicos reales que en la rigurosidad de los planteamientos.

El otro trascendental condicionante viene dado por las fuertes convulsiones económicas que marcaron la evolución del siglo XX. El sistema capitalista estuvo, al menos durante la primera parte del siglo, al borde del caos en numerosas ocasiones. Las dos guerras mundiales constituyeron la punta del iceberg de dichas convulsiones. Se trataba, por tanto, de salvar el sistema. El problema era que las estrategias que ambos contendientes proponían para ello eran completamente diferentes. Keynes defendía que los mercados, por sí solos, no garantizaban el equilibrio de la economía y que éste podría darse con altos niveles de desempleo. El desperdicio de estos recursos (de la mano de obra y de otros recursos ociosos que no se estaban utilizando) era un lujo que las sociedades de aquel entonces no podían permitirse. Por tanto, le corresponde al Estado hacer todo lo posible para evitar este desajuste, estimulando la demanda agregada a través de la política fiscal y monetaria (aunque Keynes era más favorable de la primera). El problema era que los diferentes Estados no disponían de mucho margen para gastar sin incurrir en importantes déficits. Pero estos déficits no le preocupaban a Keynes. Defendía que el propio gasto creaba los ingresos necesarios para liquidarlos.

Por su parte, Hayek calificaba esta política como de irresponsable. Que el incremento en el gasto público lo único que iba a provocar era un incremento de la inflación, con el consiguiente deterioro que ello implicaba para la moneda nacional. Lo que debería hacerse es dejar que los mercados funcionasen los más eficientemente posible, es decir, con la mínima intervención por parte de los poderes públicos. El equilibrio, más a tarde o más temprano, se restablecería. En definitiva, a Keynes le preocupaba más el desempleo, mientras que a Hayek le preocupaba más la inflación.

Vemos, por tanto, que el enfrentamiento Keynes/Hayek podría condensarse, aunque no sin incurrir en un reduccionismo bastante elevado, en la dicotomía Mercado/Estado. La cuestión fundamental, aún sin respuesta consensuada en el seno de la profesión, es la siguiente: ¿qué importancia tienen, para el buen funcionamiento de la economía, los mercados y el Estado? La revisión de la historia económica del siglo XX nos puede dar pistas para resolver esta cuestión. Como dije anteriormente, durante el siglo pasado se produjeron importantes y convulsivos cambios que, además de generar una buena dosis de sufrimiento a millones de personas (otra cuestión que podría ser objeto de otro escrito posterior), marcaron la pauta del devenir histórico.

La primera idea que nos surge de dicha revisión (creo que la más importante), es que las respuestas extremas no fueron soluciones acertadas. Las economías de planificación central, germinadas a partir de la revolución rusa de 1917 y que trataron de eliminar el juego de los mercados (erradicados en los primeros años y permitiendo su tímida existencia en los años posteriores), fracasaron estrepitosamente. Esta fue la piedra angular de los ataques de Hayek a Keynes. Unas ofensivas que tuvieron su punto culminante con la caída del muro de Berlín, y el desmantelamiento posterior de todo el bloque soviético, en 1989.

Sin embargo, su contrapartida, el sistema de libre mercado tampoco es que haya tenido mucho éxito, al menos en su versión pura, cuando el papel del Estado ha sido mínimo. Esta era la idea del capitalismo del siglo XIX, el conocido como de laissez-faire, que sentó las bases para los violentos acontecimientos de la primera parte del siglo XX. Polanyi calificó a estos acontecimientos como La Gran Transformación, que significó el fracaso de intentar construir un sistema basado en el mercado autorregulado. Este sistema implicaba el desarraigo de la economía del resto de la sociedad o, con otras palabras, el sometimiento de toda la sociedad a la lógica del mercado. Era una idea absurda, máxime si se tiene en cuenta que algunas de las producciones resultantes, llamadas por Polanyi como mercancías ficticias, claves en el funcionamiento del sistema, no eran creadas para la venta en un mercado: la tierra, la mano de obra y el dinero. Los intentos para que estas mercancías tuvieran un mercado naufragaron en un maremágnum de medidas legislativas que trataban de salvar a la sociedad de los ataques de la economía.

No obstante, el pensamiento neoliberal, que estuvo agazapado durante los años dorados del keynesianismo (las décadas posteriores a la II Guerra Mundial), resurgió tras el mencionado fracaso de las economías de planificación central. El resultado, de nuevo, fue catastrófico, con un considerable incremento en las desigualdades (liderado por una fuerte disminución en los tipos impositivos que gravan las rentas más altas) y las inestabilidades económicas. El proceso de globalización, agudizado tras la caída del Muro, ha facilitado considerablemente la propagación de las crisis y el desmantelamiento de la legislación protectora anterior. Dicen que dificultan el libre juego de las fuerzas de mercado.

La teoría de los Costes de Transacción trata de arrojar algo de luz (y, de hecho, lo hace) sobre este debate. Sin embargo, esta teoría (construida por Williamson a partir de las ideas de Coase) parte de premisas muy restrictivas, difíciles de sostener en la realidad. En esencia, Coase defiende que, en ausencia de costes de transacción, la mejor solución es no intervenir. Pero, ¿alguien se cree que los costes de transacción puedan ser nulos?

En definitiva, parece razonable concluir que ambos mecanismos de asignación de recursos (el Estado y el mercado) son necesarios para el buen funcionamiento de una economía. Incluso debemos añadir que son complementarios, es decir, el mercado sin el Estado no sirve para mucho, y viceversa.

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