Otras miradas

"Nunca ganaría unas elecciones, lo que le llevó a optar por métodos antidemocráticos"

Alejandro Fierro

Periodista español residente en Venezuela

Alejandro Fierro
Periodista español residente en Venezuela

Como era previsible, la condena al dirigente opositor venezolano Leopoldo López ha sido calificada por los medios de comunicación internacionales como un atentado a los derechos humanos. La sentencia a trece años y nueve meses de prisión evidenciaría, siempre según el relato mediático, la verdadera naturaleza dictatorial del "régimen" chavista.

Leopoldo López es un auténtico hijo de la oligarquía. Descendiente por línea directa del mismo Simón Bolívar, su estirpe es lo más parecido en Latinoamérica a una casta nobiliaria. Durante generaciones, su familia ha sido lo que en Venezuela se conoce como "los amos del valle", en contraposición a las mayorías empobrecidas que se hacinan en los cerros. Su fortuna viene de lejos, de los tiempos de la colonia. No son nuevos millonarios producto de una emigración reciente, como es el caso del también dirigente de la oposición Henrique Capriles.

Por supuesto que ser rico en Venezuela no es ningún delito y ni la Constitución ni el resto del ordenamiento jurídico disponen nada al respecto (otro debate es la legitimidad ética de cómo se han amasado esas fortunas hasta límites obscenos). Pero a la vez, ser rico en la Venezuela de hoy no presupone un salvoconducto para saltarse la legalidad, como sí lo era en tiempos pasados. El proceso a Leopoldo López demuestra que ya nadie está por encima de la ley, por muy poderoso que sea. En épocas no muy lejanas, ningún juez se habría planteado siquiera investigar a López. La élite controlaba todo: los partidos políticos, el Gobierno, el parlamento, el entramado petrolífero...El sólo hecho de que Leopoldo López se haya sentado en el banquillo de los acusados es una excelente noticia para la democracia venezolana. No hay intocables. Muchos países deberían tomar nota, entre ellos España, donde existe una creciente sensación –y así lo corroboran las encuestas e informes del Centro de Investigación Sociológica- de que la ley no es igual para todos: la impunidad es la norma para políticos, grandes empresarios y miembros de la realeza.

Leopoldo López tampoco es el líder de la democracia y la libertad que describe la prensa internacional. Participante activo en el golpe de Estado de 2002 –algo que los medios silencian pero que en Venezuela está muy presente- ha ido dando tumbos de un partido a otro, siendo expulsado incluso de formaciones que él mismo había creado. Según las filtraciones de Wikileaks, el embajador de Estados Unidos señalaba irónicamente que la persona más odiada por la oposición después de Chávez era Leopoldo López. Las principales referencias de la oposición –Capriles, Julio Borges, Ramos Allup- le han dejado solo y su apoyo se limita a espaciadas y muy medidas declaraciones ofreciendo una tibia solidaridad. Les es más útil preso. Las concentraciones por su libertad tan sólo reúnen a unos centenares de simpatizantes y su respaldo en las encuestas no se eleva más allá del 15%.

Leopoldo López no ha sido condenado por motivos políticos. Los delitos por los que ha sido sentenciado están contemplados en todas las democracias consolidadas, que sancionan cualquier intento de derrocamiento por medios ilegales del gobierno que la ciudadanía ha elegido. La sentencia por esos delitos habría sido mucho más severa en España o Estados Unidos, dos de los países democráticos con los códigos penales más duros del mundo y que paradójicamente son la punta de lanza en las críticas por el enjuiciamiento a López.

El fallo del tribunal ratifica que sólo el pueblo, con su voto, pone y quita gobiernos y esa es la otra buena noticia para la democracia venezolana. Asonadas golpistas como la que irresponsablemente promovió Leopoldo López pertenecen a otra época. López sabía que por la vía electoral jamás alcanzaría su ambición de ser presidente. Su apoyo es mínimo y hasta el propio electorado opositor le da la espalda. En las primarias organizadas por la derecha para las elecciones de 2012, retiró su candidatura ante unas encuestas que apenas le otorgaban un 10% de los votos. (Fue más prudente que María Corina Machado. Ella se mantuvo en la competición hasta el final y terminó cosechando un 3,7% de los sufragios, poco más de 100.000 votos. Sin embargo, ese raquítico respaldo no es obstáculo para que los medios internacionales la presenten como una supuesta líder que guía a millones de personas rumbo a la democracia). Fue esa evidencia de que nunca ganaría unas elecciones lo que le llevó a optar por métodos antidemocráticos. Probablemente pensaría que en caso de fracaso su rancio abolengo le eximiría de cualquier responsabilidad, como tantas veces había ocurrido en el pasado. Al final, su figura tiene más de patética que de heroica. Quiso parecerse a su antepasado Simón Bolívar y ha terminado emulando a aquella María Antonieta que sugirió al pueblo que se alimentara de pasteles cuando le comunicaron que éste protestaba porque no tenía pan. Ni la una, hace más de doscientos años, ni el otro, en este siglo XXI, se dieron cuenta de que su mundo había cambiado.

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