Otras miradas

Atreverse a fracasar

Mario Martínez Zauner

Antropólogo e historiador

Han pasado tantas cosas en Cataluña en tan pocos días que los artículos de opinión y los análisis coyunturales corren el riesgo de quedar rápidamente desfasados. Igualmente, hay una saturación informativa e interpretativa que hace difícil aportar un enfoque original o distinto, a la vez que resulta casi imposible no pronunciarse al respecto. La solución a estos problemas de reflexión sobre la actualidad catalana pasan por atreverse a fracasar, tanto en un abordaje de superficie como otro en profundidad: por un lado, intentando situarse en un afuera del conflicto, para observarlo con perspectiva; por otro, introduciéndose en algunas de sus entrañas estructurales, para extraer lecturas y lecciones más a largo plazo, incluso más allá del problema catalán.

En cuanto al análisis de superficie hay una conclusión evidente: ni el Estado español ha logrado forjar un sentido de nación unívoco, ni el independentismo catalán ha alcanzado un apoyo mayoritario a su plan de ruptura. Solo desde esta asunción, que demanda la valentía de quien acepta la derrota de su proyecto, se puede abrir un proceso de diálogo. Aunque toda negociación implica a su vez la posibilidad de un desengaño que ninguna de las dos partes parece dispuesta a tolerar, sobre todo a la hora de presentarse ante los suyos. Recordemos cómo allá por febrero Sánchez y Torra todavía se reunían en busca de una solución, hasta que la figura del relator y la "traición" de Pedralbes hicieron saltar la negociación por los aires. Ahí cada uno se refugió en la reproche y la incapacidad del otro, y todo quedó a la espera de la sentencia.

Una vez emitida, la condena por sedición demostró que el conflicto en Cataluña poseía un exceso de significados y un defecto de significante. El Tribunal Supremo hubo de recurrir a una figura penal poco específica pero suficiente para castigar una declaración de independencia "simbólica e inefectiva" que contrastaba con la dureza de las penas. Una distancia entre lo simbólico y lo material que se hizo patente en las protestas callejeras, donde se pudo observar una violencia casi desnuda, como la expresión de un hartazgo que prendía contendedores y que desde el Estado se contestó con dureza. Como nadie se atrevió a fracasar, todos fracasaron, y el fracaso se lanzó a manifestar su hastío.

Esto nos lleva a la reflexión de profundidad, estructural, sobre lo acontecido estos días en Cataluña, y que tiene que ver con diversos elementos de sociología política. En primer lugar, se ha manifestado un defecto de representación en el independentismo, donde los líderes del procés prometieron algo que no podían cumplir y sus seguidores actuaron como si su opción separatista fuera la mayoritaria en Cataluña. Mientras que la representación mediática y en redes sociales del conflicto ha sido y sigue siendo, en términos generales, muy tendenciosa, cuando no incendiaria: ni la definición del Estado español como fascista ni la consideración de los CDR como terroristas ayuda en nada a solucionar el problema.

En segundo lugar, se ha producido un defecto en el poder del Estado, en cuanto que ninguno de sus tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, ha sabido, ha podido o ha querido formular una vía de conciliación. Ni el recurso del PP al Estatut allá por 2006 ni la DUI de 2017 señalan una voluntad de acuerdo y convivencia, sino más bien un meter el dedo en el ojo del contrario, en vencer por el fracaso ajeno. De nuevo, el papel del cuarto poder ha resultado aquí poco menos que cuestionable, no ofreciendo elementos críticos para la reflexión sino señalando en cada gesto, en cada ley y cada recurso, una provocación. Entre el legalismo y el sensacionalismo se fue ampliando esa brecha entre lo material y lo simbólico por la que se colaron las bajas pasiones.

Tercero, esa brecha supuso un déficit de legitimidad de los poderes públicos, que se manifestó tanto desde su origen (por la relación históricamente problemática entre España y Cataluña) como en su ejercicio (por la incapacidad políticamente manifiesta para resolver dicha relación), y la dejó en manos de un elemento carismático tanto en uno como en otro bando (Aznar y Pujol, Rivera y Puigdemont, Abascal y Torra...). Solo que ahora ya ni siquiera esa legitimidad funciona y en consecuencia se desatan fuerzas que sobrepasan cualquier tipo de legitimidad institucional y parlamentaria.

Y con ello llegamos a la violencia, cuarto punto problemático, donde la brecha entre lo material, lo pasional y lo simbólico desata el elemento de la fuerza bruta, la expresión del hartazgo y la reacción del Estado para contenerla. Y aunque es necesaria la condena del recurso a la violencia por ambas partes, es el Estado como propietario del monopolio de su ejercicio, y como quien posee mayores medios para ejercerla, quien es el mayor responsable de que la situación no empeore. Su función en estos casos es la de contener, no la de disciplinar, mientras las partes implicadas se ocupan en resolver el conflicto de manera diplomática. Algo que no están haciendo, a la espera de elecciones.

Y con ello volvemos al comienzo de nuestro análisis: el Estado español ha de asumir que en Cataluña hay un gran número de independentistas, y el independentismo catalán ha de aceptar que la mayoría de sus conciudadanos no quiere marcharse. Ambas partes han de asumir su fracaso, y a partir de ahí, atreverse a fracasar conjuntamente en el diálogo. De otra forma, nos estarán condenando a todos a un fracaso colectivo, y con él, dando alas a la falta de representación, al colapso del poder, a la ausencia de legitimidad y a la extensión de la violencia.

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