Otras miradas

Linares, de la violencia policial a la violencia económica

Daniel Bernabé

Antiguas instalaciones de la factoría Santana Motor en Linares (Jaén). EFE/José Manuel Pedrosa
Antiguas instalaciones de la factoría Santana Motor en Linares (Jaén). EFE/José Manuel Pedrosa

Hace ahora nueve años que sucedió aquello que se llamó "primavera valenciana". El primer Gobierno de Rajoy echaba a andar preparando los presupuestos más restrictivos de nuestra democracia, los recortes se iban a profundizar, pero ya habían comenzado un par de años antes. La Generalitat estaba asfixiando a la educación pública, el curso había comenzado con impagos, falta de material escolar y calefacción. El 15 de febrero de 2012 los chavales del Instituto Lluís Vives protestaron por la situación cortando, a la mitad, una calle cercana a su centro educativo. La policía los disolvió con una contundencia desproporcionada. Eso provocó que las protestas educativas tomarán un nuevo impulso concitando la atención de gran parte de la ciudadanía: no está bien apalizar a unos críos que protestan porque no tienen tizas en clase.

¿Cuál fue la respuesta por parte de las autoridades? Más cargas. El jefe superior de Policía de la Comunitat Valenciana declaró en rueda de prensa que "no consideraba prudente revelar al enemigo cuáles son mis fuerzas y mis debilidades". Este suceso, que se convirtió en tema de atención nacional, anticipará el devenir del Gobierno Rajoy respecto a los manifestantes. El presidente declaró que "el país no puede dar esta imagen" mientras que su ministro de Educación, José Ignacio Wert, calificó la protesta de "violenta e ilegal". Lo importante no era lo que estaba sucediendo, que el descontento tuviera una base real, lo único que parecía importar era la imagen de la marca España y criminalizar a los manifestantes. El enemigo: ascendieron al mando policial.

La efeméride ha coincidido con los sucesos ocurridos en Linares este pasado fin de semana, unos que van bastante más allá de lo razonable y que, como hace una década, señalan que este país sigue arrastrando desde graves problemas con sus fuerzas de seguridad hasta desequilibrios económicos que, en el caso de la ciudad jienense, son clamorosos. Y sí, todo esto ha causado un cierto revuelo mediático gracias a que todos pudimos ver las imágenes de la paliza que dos agentes de paisano propinaron a un hombre en presencia de su hija menor de edad tras una discusión de bar. Que además amenazaran con detener a los vecinos que intentaron detener la agresión y se burlaran, presumiblemente ebrios, de los que grabaron los hechos, no hizo sino causar más indignación. Uno de ellos tenía el rango de subinspector.

No podemos conformarnos con la respuesta de su detención, tampoco con repetir aquello de que son una minoría dentro del cuerpo. Faltaría más. El problema es que quien actúa con tal saña y violencia, portando una placa que le confiere autoridad, lo hace desde lo habitual y lo impune. No era la primera vez que sucedía y si no había tenido consecuencias es, entre otras cosas, por no haber sido grabado pero, además, por el corporativismo de los demás agentes, que pueden ser diferentes pero también indiferentes: miran para otro lado sabiendo que sus compañeros no son trigo limpio. Los carniceros de Linares pueden ser una excepción a la mayoría de los policías, pero no son únicos entre quienes llevan uniforme. Los ciudadanos aplaudieron a los trabajadores públicos desde sus ventanas en el confinamiento, también a los policías: sucesos como el de Linares dilapidan el crédito, el agradecimiento y la confianza.

La pasada década nos dejó imágenes espantosas de cargas policiales a manifestantes que sólo mostraban su indignación causada por los recortes o la corrupción. Se hicieron muchas cosas mal, pero la respuesta fue una ley mordaza que pretendía evitar, entre otras cosas, que imágenes de hechos como el de Linares salten a la opinión pública. De hecho uno de los policías que acude al lugar de la agresión, mientras que su compañero de mano larga increpa a uno de los familiares de las víctimas, esgrime esta ley ordenándole que deje de grabar. Y sí, las imágenes de la pelea en Altsasu eran muy parecidas, con uno de los guardias civiles dando voces detrás de la policía foral, unas que no fueron tenidas en cuenta en el proceso. Si el hombre ensangrentado hubiera sido abertzale, quizá tan sólo vecino de un pueblo del País Vasco o Navarra, es difícil no pensar que la reacción mediática hubiera sido diferente, incluso hostil hacia la víctima.

Por suerte, tras la paliza del viernes, los vecinos de Linares salieron a la calle a protestar por lo sucedido: exigir justicia es parte consustancial a nuestra condición ciudadana. Y sí, además de la protesta hubo disturbios, con esa magnificación del mobiliario urbano y de la palabra violencia que sucede cuando la gente vuelca dos contenedores. Trece detenidos y, según fuentes policiales, heridos leves entre los agentes. Uno de ellos disparó una escopeta cargada con munición real sobre los manifestantes. Dos heridos, uno de gravedad, tuvieron que ser hospitalizados. Claro que suponemos que el disparo fue un "lamentable error", como han manifestado las autoridades, la cuestión es que ese error no puede quedar impune. Un operativo antidisturbios donde se cuela una escopeta cargada con algo más que munición detonante es un desastre de operativo: alguien podría haber perdido la vida.

Los vecinos de Linares recibieron este fin de semana más violencia cuando lo que reclamaban eran más explicaciones. Sobre todo cuando el municipio tiene en su memoria colectiva la represión que ha sufrido tras las protestas por la mal llamada reconversión industrial: desapareció su industria automovilística sin transformarse en nada. Esta localidad es la ciudad de España de más de 20000 habitantes con mayor tasa de paro, ha perdido cinco mil habitantes en la última década y más de 1200 familias tienen que recibir algún tipo de ayuda. Por cuestiones como estas es por las que un país debería detenerse, reflexionar y poner encima de la mesa planes de urgencia. Por desgracia, desviamos la mirada de los agujeros negros informativos por un caso de violencia, esta vez policial, pero que podríamos calificar sin duda como económica y de clase. Sería inadmisible que en nuestro país los fondos europeos no se destinaran, en primer lugar, a acabar con estos desequilibrios.

Si a plena luz del día, con decenas de personas observando la agresión, dos policías se comportan de esta manera, por qué como ciudadanos debemos confiar en su profesionalidad cuando los únicos testigos son los barrotes de una celda. No se puede achacar la paliza de Linares a un conflicto ideológico, pero podemos de igual manera especular con que si este hubiera estado presente las consecuencias podrían haber resultado del todo funestas. El anterior fin de semana, la detención de un joven de estética punk en plena calle Atocha de Madrid, desató de nuevo un encendido debate sobre la mesura y el sesgo ideológico de determinadas actuaciones policiales. Ni los delegados del Gobierno ni el ministro de Interior pueden fingir que no sucede nada o eludir su responsabilidad tras la socorrida expresión de "caso aislado" como la titular de Defensa hizo respecto a los pronunciamientos golpistas.

Este pasado verano, en Alemania, se desarticuló una red organizada de militantes de extrema derecha con uniforme policial. Todos recordamos, por poner un ejemplo, el chat de la policía municipal de Madrid donde se amenazó a la alcaldesa Carmena y se profirieron todo tipo de proclamas de carácter nazi. Algún concejal del entonces equipo de Gobierno, hecho que no ha salido a la luz, fue abordado en plena calle por agentes de paisano reclamándole explicaciones. A principios de marzo de 2020, con la excusa de la equiparación salarial, una turba enmascarada presuntamente compuesta de policías rodeó el Congreso al grito de "vais a tener guerra" mientras que aplaudían al diputado ultra Ortega-Smith. A poco que se tire de hemeroteca los casos aislados comienzan a ser habituales.

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