Traducción inversa

La huelga general del mes de agosto

Agosto, bien mirado, parece una gigantesca y exitosa huelga general. Una huelga que pone de acuerdo a todos los agentes económicos y sociales: trabajadores, empresarios, gobierno, oposición, instituciones y particulares. Todo se paraliza, todo se detiene. Por un momento, el vacío se adueña de las calles. Una cierta conciencia de pánico podría prevalecer, pero lo cierto es que no hay ganas, ni motivos, para el espanto. Simplemente, son vacaciones. Quien más quien menos, echa su cana al aire. Es el momento de los pantalones cortos, de las veladas suavemente etílicas bajo la benignidad nocturna, de desempolvar aquel libro de 700 páginas que compramos en febrero y lo ocultamos enseguida, horrorizados, bajo el juego de sábanas del segundo estante del armario.

  Leer libros de 700 páginas, en realidad, parece un propósito bastante razonable para este tiempo cero. Así lo hacíamos en nuestra adolescencia, cuando devoramos todo Julio Verne y casi todo Emilio Salgari aprovechando las largas y tediosas sobremesas a refugio del sol mayestático. Luego, en la juventud, descubrimos a Proust, o a Tolstoi, o a Dickens, o a cualquier otro grafómano incontrolable, y de nuevo pasamos a medir los veranos según iban cayendo las kareninas o los tiempos perdidos.

  Leer, en definitiva, parece un complemento estupendo de viajar –y, en casos extremos, un sustituto plausible. Leyendo y viajando podemos sortear el gran paro forzado, las ciudades desiertas, los mails no contestados, la sensación, un poco budista, de que el mundo podría ser también un lugar laxo, indolente y feliz. El gran espejismo de agosto.

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