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Fuegos de artificio

Me levanto con Árdor, hijo de Gárrafon. Le conocí ayer, en la Tierra Media de los bares de copas de Santander. Pasaba por allí camino del Aste Nagusia bilbaíno y no me pude resistir. La culpa, naturalmente, no es mía: mi prima, mi compañero Dani y la redactora jefe de Ciencias de este su diario me empujaron. Soy víctima del sistema. Además, mi prima, empeñada en que ligue, me presenta con todo su morro a una morenaza en el Rockambole, un local clásico de la noche santanderina. Ni por esas: estoy fuera de forma.

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Mi saldo disponible está en números verdes, por lo que tomo desde Gijón el autobús clase Supra. Es más caro, pero me dan de comer un estupendo sandwich mixto acompañado por un refresco. Y todo servido por una azafata, como en los aviones. Es guiri, muy guiri. Alta, rubia, ojos azules, acento peculiar. "¿Auriculares?". La primera palabra de una guiri siempre la dice con timidez. La segunda – "¿caramelos?"–, en cambio, ya desafiante, apuntando con su barbilla a tu frente, donde se agolpan las posibles respuestas al reto que mantiene con su mirada. Sólo hay una oportunidad de estar a la altura, de ir más allá del insulso "gracias", como con las esfinges de La historia interminable.

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Pasé mi segunda noche en Gijón bien acompañado; una amiga decidió cruzarse en mi viaje para ver si es cierto que me lo estoy pasando tan bien como parecen trasladar estas crónicas. Me ofreció su cama del hotel para que la compartiéramos. Este gesto de generosidad se explica por el llamado karma cunnilingus: esmérense cuando tengan ocasión y esa buena acción les será recompensada en el futuro. A mí, como ven, me funciona.

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Su compañía me sirve no sólo para dormir caliente, sino también para asistir abrazado a alguien al espectáculo de fuegos artificiales que ponía punto final a las fiestas de Begoña, la semanona. Es lo que hace la gente y sienta bien. Más aún con el frío que ya sufrimos por las noches, que empieza a pasar de castaño oscuro. Ya llevo casi una semana echando de menos un chubasquero. Toda la ciudad se echa a la calle y a las playas –donde la juventud se convoca para hacer botellón– para ver el espectáculo pirotécnico. Por culpa de los fuegos, me he quedado sin ver el Elogio del horizonte, de Chillida, una de sus obras más reconocidas y reconocibles, porque el parque que lo rodea estaba cerrado durante todo el día: desde allí se
lanzaban los cohetes.

Aprovecho que ya he dejado atrás Asturias para confesar que odio la sidra. Estos días de fiesta me han provocado una saturación olfativa irremediable. Es pringosa, empalagosa y además hay que derramar en los pies del personal una buena cantidad ¡únicamente para servirla! ¿Qué sentido tiene?

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