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El árbol dinosaurio

VENTANA DE OTROS OJOS // MIGUEL DELIBES DE CASTRO

*Profesor de Investigación del CSIC

Poco más de 100 kilómetros al noroeste de Sydney, la mayor ciudad de Australia, comienza el Parque Nacional de Wollemi, incluido en la región de las Montañas Azules. Wollemi, en la lengua de los aborígenes australianos, significa observar, mirar en torno, y sin duda mucha gente, muchas veces, había escrutado con atención los distintos rincones del parque, atendiendo al reclamo de su nombre. Pero no es tarea sencilla. Abrupta, arrugada, la comarca está surcada por profundos y estrechos cañones en donde es difícil adentrarse. Por eso nadie había visto lo que David Noble, escalador y técnico del área protegida, descubrió el 10 de septiembre de 1994. Se trataba de un grupo de árboles, alguno de ellos majestuoso, diferentes de cuántos conocía.

Aunque David sabía algo de botánica, no hacía falta ser profesional para advertir que aquellas plantas eran extrañas. Para empezar, el suelo del bosquete estaba tapizado de ramas muertas, sugiriendo que no se trataba de árboles de hoja caduca, sino que lo caedizo en este caso eran las ramas. Además, esas ramas y la corteza de los troncos tenían un aspecto llamativo, que recordaba a las tabletas de chocolate con cereales. Por otra parte, las hojas tenían un aire familiar, pues se parecían a las que David había visto a menudo fosilizadas. Definitivamente, eran ejemplares muy raros, así que al regreso el explorador llevó consigo unas pocas muestras. Su estudio reveló que se trataba de árboles a los que se creía extinguidos desde hacía decenas de millones de años, que habían vivido en el Periodo Jurásico, coincidiendo con los dinosaurios, y que pertenecían al grupo de las araucarias. Popularmente se les llamó árboles dinosaurio y científicamente, honrando tanto al lugar donde se conservaron como a su descubridor, Wollemia nobilis (en jardinería se les conoce como pinos de Wollemi, aunque no sean pinos, y hoy existen pequeños ejemplares en muchos jardines botánicos del mundo, incluyendo los de Madrid y Barcelona).

Si a 150 kilómetros de una ciudad de cinco millones de habitantes puede encontrarse una especie nueva tan alta como una casa de diez pisos, ¿qué no ocurrirá en áreas más remotas y con seres más pequeños? Cuando acuñaron el término biodiversidad, los científicos que lo hicieron quisieron transmitir con él no sólo una idea de la inmensa variedad de vida sobre la Tierra, sino también de su fragilidad, y asimismo, aunque en este punto se haya avanzado menos, del desconocimiento acerca de la misma. El caso del árbol dinosaurio es espectacular, pero en modo alguno excepcional. Cada año se describen miles de seres nuevos, y aun así, quizás nueve de cada diez especies vivientes están esperando a ser descubiertas y recibir su nombre científico.

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