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El ojo del pulpo

EL JUEGO DE LA CIENCIA // CARLO FRABETTI

Se dice que una persona puede pasar por una abertura si su cabeza cabe por ella, y suele ser cierto (a no ser que la persona sea obesa o intente pasar por un tubo). Análogamente, y por increíble que parezca, un pulpo puede colarse por cualquier hendidura con tal de que sea más ancha que sus ojos, que son las estructuras más rígidas de su gomoso cuerpo.

Pero el ojo del pulpo es notable sobre todo por otra razón: es casi idéntico al ojo humano. ¿Y qué?, pensarán algunos. También el ojo de un perro, de un pájaro o incluso de un pez es muy parecido al del hombre. Sí, pero el de una mosca no, y es normal que no lo sea, porque tiene un origen totalmente distinto. El ojo humano ha evolucionado a partir del de los primeros vertebrados, y no tiene nada de extraño que los ojos de los peces, los anfibios, los reptiles, las aves y los mamíferos sean muy parecidos, pues son distintas versiones de un mismo modelo. Pero el ojo de los moluscos, como el de los insectos, tiene un origen totalmente distinto. La evolución ha "inventado" el ojo al menos tres veces, y el hecho de que en dos de las ocasiones haya llegado a resultados casi idénticos por diferentes caminos, es un fascinante ejemplo de convergencia evolutiva.

No hace mucho, un amigo me comentaba que no entendía cómo la evolución había conseguido tan buenos resultados si las mutaciones se producían al azar. La respuesta es que ha tenido mucho tiempo para tirar los dados una y otra vez, y que las "malas jugadas" suelen desaparecer rápidamente de la palestra, implacablemente barridas por la selección natural. "Pero si antes de llegar, por ejemplo, a la fórmula del par de cuernos, la evolución ha tenido que probar con uno, tres, cuatro, etc., y así con todo, tres mil millones de años me parecen pocos", decía mi amigo.

Pero no, la evolución no prueba todas las posibilidades, ni mucho menos: las mutaciones suelen consistir en variaciones no muy drásticas sobre temas que han tenido un cierto éxito, o al menos no han fracasado estrepitosamente. Y tres mil millones de años son muchos años, tantos que no podemos ni remotamente concebir un período de tiempo tan inmenso. Pero podemos operar con él y sacar conclusiones, aunque ello desconcierte a los acientíficos, como Isaac Bashevis Singer (ni siquiera los premios Nobel se libran del nefasto anaritmetismo), que ridiculizaba el evolucionismo diciendo que era como creer que si dejamos en una isla unos trozos de metal y de vidrio acabarán convirtiéndose en un reloj.

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