Posibilidad de un nido

Mujer armada con unas llaves

Mujer armada con unas llaves

Son las tres de la madrugada cuando la mujer aprieta la tecla para enviar el mensaje. Acaba de llegar a casa tras una noche de viernes de fiesta. Supongo que de fiesta. Cuando una alarga la noche hasta la madrugada suele ser porque la está disfrutando. Tiene 44 años, once menos que yo. Me pregunto si habrá salido con sus amigas, una cena de chicas y después copas y probablemente unos bailes. A lo mejor no, quizás haya tenido una cita de pareja. También cabe la posibilidad de una conversación larga con una amistad, una de esas que no sienten pasar el tiempo, ricas, jugosas, con enjundia. Sea como sea, ha llegado a casa ya de madrugada.

No sé cómo se llama. Sé su edad y que este viernes 20 de octubre de 2023 ha salido. También sé qué es lo que ha hecho al llegar a casa: me ha mandado un mensaje. Casi puedo sentir la rabia en sus dedos al teclearlo. Es una rabia que conozco bien, una irritación vieja que va pasando de generación en generación, exasperante, desalentadora.

Recuerdo que a su edad yo tenía un llavero en forma de corazón que me regaló mi amigo José Carlos. Era macizo, un corazón de metal macizo y mate, bonito y grande. Era mayor que una nuez y menor que una mandarina. Me llenaba la mano entera cuando cerraba el puño con él dentro. Por la noche, si regresaba sola a casa –algo habitual en aquella época–, caminaba agarrada fuerte a ese llavero de manera con la punta que sobresalía entre mis dedos. Cuando oía unos pasos, cuando me cruzaba con algún tipo que me sonreía de medio lado, cuando pasaba por delante de un grupete de hombres borrachos o colocados, apretaba el corazón como quien blande un puñal. Era toda la seguridad que tenía. Era algo.


No recuerdo cuántos años pasé agarrada a mi corazón, hasta que un día se perdió y entre los dedos pasaron a asomar las llaves. Sí me acuerdo de que pensé que el llavero de corazón era bueno para un golpe y las llaves para arañar la cara. Es repugnante tener que pensar eso solo por salir de noche, solo por volver sola a casa. En ninguna de las dos ocasiones que se metieron conmigo hasta llegar a tocarme usé las llaves, evidentemente. Pero eran, como el corazón, un asidero.

La mujer que este viernes, a las tres de la madrugada, me envió su mensaje de rabia, siente lo mismo que sentía yo. A algo hay que agarrarse. Sin embargo, más que ese miedo en sí, me interesa cómo desplaza el resto de las cosas vividas y ocupa su lugar y las opaca.

Cuando una sale de noche hasta la madrugada es porque la noche ha sido buena. Esa mujer de 44 años podría haber llegado tranquilamente a casa, haberse servido una última copa de vino para paladear las horas vividas, las conversaciones, la cena, las amistades o los amores. También podría haberse dado una ducha caliente, tomar una infusión y dar la bienvenida al sueño con algo de buena música. Qué sé yo la cantidad de cosas que una puede hacer después de una velada de horas antes de tumbarse a descansar el cuerpo.


Pero no. Esa mujer, como tantas, tantísimas otras, ha llegado furiosa por haber tenido que pasar miedo, hasta tal punto enojada que se ha sentado a escribirle a una extraña, a mí, su desaliento. ¿Por qué lo ha hecho? Porque no le cabe duda de que voy a entenderla. Porque cualquiera de nosotras vamos a entenderla. Porque esa rabia suya es la de todas. Y también su pregunta: ¿Hasta cuándo?

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