Culturas

Palabras malsonantes

YO TAMPOCO ENTIENDO NADA// CAMILO JOSÉ CELA CONDE

Caca, pedo, culo, pis. A los niños pequeños les encantan las palabras malsonantes y, en cuanto descubren que no es poco educado emplearlas, las repiten a cada instante. No sé si los censores de la televisión del Imperio estadounidense serán ancianos pero a ciencia cierta que niños, lo que se dice niños, no son. Las autoridades encargadas de velar por la decencia —parece que en aquel país hay gente dedicada a eso— han establecido hace décadas que quienes digan por la radio o la televisión cualquiera de las siete palabras sucias, o todas ellas a la vez, serán multados. Se trata de cabrón, coño, gilipollas, joder, mierda, pis y tetas, con los términos mencionados por orden alfabético, que no de gravedad.

Alternativas viables
Se me da que la Federal Communications Commision, organismo encargado de la cosa, debe tener un departamento gigantesco destinado a examinar la guarrería verbal. El lenguaje es capaz de moverse a tal velocidad que dispone muy pronto de alternativas a cualquier palabra censurada. Hijoputa, tocahuevos, mamón, cojonazos, chochito, meapilas y follamadres son términos tan indecentes como los anteriores y más postmodernos, incluso. El asunto, pues, no parece nada trivial.

¿Vale para algo un eufemismo?
Pero peor todavía queda el recurso de los eufemismos, esa retahíla de bobaditas que, amén de ser incapaces de esconder su referencia de origen, resultan de un ñoño que asusta. Cáspita, concho y córcholis resultan pertinentes sólo en boca de quien se dispone a suicidarse —en términos coloquiales, al menos— ante sus contertulios. Pruebe usted mismo a decir palabras así en el bar o la oficina. Lo menos que puede pasar es que llamen al médico, aunque es más probable que le contesten usando alguna de las palabras de siempre. Gilipollas es la que cuadra mejor.

La solución
Las radios y las televisiones han encontrado una salida magnífica al problema de los censores insomnes: hacen coincidir cada palabra prohibida con un pitido que la oculta, permitiendo al oyente imaginarse lo peor. Cierto es que, a poco que aparezca un personaje dado a hablar con la lengua de la calle, la emisión abundará en pitidos. Pero tampoco es cosa de asustarse. En realidad, la fórmula se podría extender y, así, poner el ruido cada vez que una autoridad diga alguna memez inconveniente. Aunque mucho me temo que, de ser así, los discursos oficiales se transformarían muy pronto en una especie de concierto de música dodecafónica.

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