Lo sucedido en Venezuela sólo tiene un nombre: Golpe de Estado. Quienes lo defienden, ni siquiera entran a considerar si es un golpe justificado o no, sencillamente lo niegan. Esa manipulación de los hechos, esa calurosa bienvenida que le dan a la injerencia en su política interior de países como EEUU o Brasil -que hicieron público su pacto para ello a principios de año-, hacen saltar las alarmas sobre si la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente es la mejor salida para el aparente callejón sin salida de Venezuela.
Un golpe de Estado, por definición, es una "actuación violenta y rápida, generalmente por fuerzas militares o rebeldes, por la que un grupo determinado se apodera o intenta apoderarse de los resortes del gobierno de un Estado, desplazando a las autoridades existentes". A falta de que el ejército se pronuncie -la cúpula militar ya se sabe que mayoritariamente apoya a Maduro-, eso es lo que ha sucedido en Venezuela, tal y como prueban los enfrentamientos que ya se producen en las calles.
Negar la miseria que vive el país, con hiperinflación y un PIB en constante caída libre sin que, además, Nicolás Maduro haya sabido poner soluciones encima de la mesa, sería absurdo. Venezuela no está bien y, como vengo sosteniendo desde hace años, Maduro nunca ha sido un digno sucesor de Hugo Chávez -que tuvo sus sombras y sus luces-. Dicho esto, el año pasado se celebraron unas elecciones. ¿Qué pasó entonces?
Sencillo: el grupo opositor más importante, bajo el paraguas de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), optó por no participar en las elecciones del 20 de mayo. Hoy, ni siquiera existe la MUD. Es cierto que hubo diversas trabas técnicas para la presentación de candidatos, incluso arbitrariedad, pero que Maduro no tuviera competencia en las urnas no fue responsabilidad suya, sino una estrategia de la oposición. Una oposición, por otro lado, que es tan indigna del pueblo venezolano como Maduro lo es en términos de sucesor de Chávez.
La apuesta de la oposición de no acudir al sufragio hizo que con un 67% de los votos (aunque sólo con un 32% del total de electores), Maduro se asegurara un segundo mandato por seis años, controlando 20 de las 24 gobernaciones y 310 de las 335 alcaldías .
La oposición venezolana, no sólo ha estado fragmentada, sino desunida. Ha tenido que ser la injerencia de Trump y Bolsonaro, con el respaldo de un Grupo de Lima (Argentina, Brasil, Canadá, Colombia, Costa Rica, Chile, Guatemala, Guyana, Honduras, Panamá, Paraguay, Perú y Santa Lucía ), cuyo bloqueo al país no ha beneficiado en absoluto al pueblo venezolano, quienes consoliden a los detractores de Maduro, pero con un pegamento que nada tiene que ver con los Derechos Humanos, sino con oscuros intereses económicos y geoestratégicos.
Desde hace una semana, Guaidó viene autoproclamándose presidente. No ha sido elegido por el pueblo en ninguna elección (transparente o no), no cuenta con el respaldo de la soberanía popular y, sin embargo, asegura: "hay alguien usurpando el poder, hay alguien que rompió la cadena de mando y ustedes lo saben". Esa afirmación, que bien se podría aplicar a él, la dirige contra el actual presidente de Venezuela, Maduro.
Guaidó ha sido elegido por Trump, no por Venezuela. EEUU ha promovido el golpe de Estado, como ya hiciera Bush en 2002 (con el apoyo de Aznar, como ahora de Casado) y fracasara. Esa no puede ser la solución al país y a su agotamiento de alternativas socio-económicas para garantizar el bienestar de su ciudadanía. Abre la puerta a las injerencias extranjeras e imperialistas de EEUU que, si algo han demostrado allá dónde han metido la cabeza, es que no benefician a los pueblos. Esa, definitivamente, no es la solución.