El Gobierno ha acercado a seis nuevos presos de ETA y el avispero mediático de la derecha se ha agitado y anda zumbando con ese aire revanchista impropio de un Estado de Derecho. Según el Observatorio Penitenciario de la Asociación Víctimas del Terrorismo (AVT), más del 90% de los presos de la desaparecida banda terrorista se encuentran ya en las tres cárceles vascas o en la de Pamplona. En lugar de soliviantarse por ese 90%, cualquier demócrata debería indignarse por los 19 presos y presas que aún cumplen condena a cientos de kilómetros de Euskadi.
No es la primera vez que abordo esta cuestión en este espacio, recordando cómo la primera vez que se acercó a un preso de ETA fue durante el gobierno de Aznar y, a diferencia de lo que sucede ahora, no era porque la banda terrorista hiciera más de una década que hubiera desaparecido, sino que estábamos en los años de plomo y el gobierno del PP andaba negociando con los asesinos. Entonces, pocas críticas se escucharon, pero eso forma parte de la habitual hipocresía que lastra nuestra democracia.
Es más que comprensible que quienes de un modo u otro han sido víctimas de ETA deseen para los presos el mayor de los castigos, más aún cuando todavía quedan por esclarecer tantos crímenes de la banda. Sin embargo, ese es un sentimiento que no se puede permitir un Estado de Derecho, que ha de aplicar la ley sin dejarse llevar por las pasiones y, hoy por hoy, aplicar la dispersión de presos es un movimiento caprichoso que ni se ajusta a ley ni tiene más justificación que infligir un daño al que no fueron condenados los presos y presas de ETA.
Quienes no entiendan esa argumentación, la acepten o no, corren el riesgo de saltarse los cauces democráticos más esenciales. En ninguna de las condenas de las personas encarceladas por haber cometido crímenes con ETA consta que el alejamiento de Euskadi forme parte de ella. Así hubiera matado a 200 personas, si no forma parte de su condena, ¿por qué hay que aplicar esa dispersión a uno de estos terroristas? Esa medida se remonta a los tiempos en los que el socialista Enrique Múgica era ministro de Justicia (1989) durante el gobierno de Felipe González y tenía sentido para evitar que los lazos de ETA se siguieran extendiendo en las cárceles, cortando de raíz sus conspiraciones y otras tretas.
Con más de una década sin ETA, aquella medida carece de sentido y su aplicación es arbitraria. Ni se ajusta a derecho ni a sentencia pues, como su propio nombre indica, es una política de dispersión. Quienes pretenden seguir aplicándola, se saltan los cauces legales. Curiosamente, muchas de estas voces son las mismas a las que hierve la sangre con la reforma del delito de sedición, cuyo trámite no es caprichoso, sino que sigue a rajatabla el proceso legislativo que requiere y dicta la Constitución y, además, con el objetivo de alinearse con el resto de la legislación europea. Incluso la posible -y más que criticable- modificación del delito de malversación, seguirá este procedimiento legislativo.
No sucede lo mismo con la dispersión de presos de ETA, que fue una decisión política adoptada en un momento muy concreto de nuestra historia y cuya justificación se ha ido por el mismo sumidero que la banda terrorista. Cuanto antes se den cuenta de ello y lo encajen las voces críticas con el acercamiento, más fisuras en nuestra democracia iremos sellando.