Lo bueno de tener a Mario Draghi, el banquero más poderoso de Europa, al frente del BCE es que sabes que no vas a tener a nadie peor. Puedes ponerte a rebuscar en un basurero radiactivo, sumergirte en las cloacas, bucear en Tele5, hacer un casting entre los contables de la Camorra, la Cosa Nostra y la tesorería del PP, y sería imposible caer más bajo.
Cierto general estadounidense, de cuyo nombre no quiero acordarme, dijo en una ocasión que, por desesperada que fuese una situación, siempre es susceptible de empeorar. Era porque no conocía a Draghi, el vicepresidente europeo de Goldman Sachs en los días de la gran estafa financiera conocida como crisis mundial; la filial europea de Goldman Sachs, la misma cueva de mercaderes que aconsejó a Kostas Karamanlis sobre el mejor método para ocultar el déficit real de la deuda griega, es decir, el artífice de la maniobra de trilero que torpedeó entero un país. Permitir que Draghi rija el destino del euro es colocar a Jack el Destripador de gerente en un salón de belleza.
Si la Unión Europea fuese algo más que un bazar de mercachifles, Draghi debería estar sentado en el Tribunal Internacional de La Haya, respondiendo por sus muchos crímenes. A cambio, ahí lo tenemos, sentado en la cúspide misma del euro, dando raciones de zanahoria y amenazando con el palo, orinando sobre la soberanía de los Estados, defecando directamente en nuestras cabezas. No es el único de los atracadores que la banca ha infiltrado en los puestos más altos de la política europea: en España contamos con Luis de Guindos -de sobra conocido en estos lares-, en Grecia con Lukás Papademos y en Italia con Mario Monti. Estos dos últimos pajarracos, los primeros dictadores al contado que llegaron al poder en Europa, sin elecciones democráticas, sin necesidad de derramamiento de sangre y sin que el pueblo apenas protestara un poco.
En la última ración de palo y zanahoria impartida por Draghi, una joven espontánea subió a lo alto de la mesa y le lanzó papeles y confeti: muchos hubiéramos deseado que le lanzara otra cosa, la verdad. Fue un acto de protesta simbólico que no sirvió más que para certificar la pasta de la que está hecho Draghi, no un dragón, como parece indicar su nombre, sino más bien una temerosa y huidiza lagartija. No le asustó lo suficiente y Draghi prosiguió la lección dándole a Mariano unas cuantas zanahorias ("es incuestionable que la economía española está experimentado una recuperación") y enseñándole otra vez el palo ("para mejorar las condiciones de creación de empleo y reducir la dualidad del mercado laboral, son necesarias más medidas").
Nos habían prometido que, después de los recortes, los despidos y los sacrificios, veríamos la luz, pero la luz no aparece por ninguna parte. Va siendo hora de recordar aquella terrible anécdota de la que habla Zizek en su último libro (Mis chistes, mi filosofía) cuando el escritor turco Panait Istrati visitó la URSS en la época de las grandes purgas y un entusiasta soviético intentó convencerlo de la necesidad de la violencia mediante un viejo refrán: "No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos". "Muy bien" respondió Istrati. "Veo perfectamente los huevos rotos. Y ahora ¿dónde está la tortilla?"
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