Punto de Fisión

Led Zeppelin: arder para siempre

La tarde del viernes 25 de septiembre de 1980, Benje Le Fevre y John Paul Jones subieron al piso superior de Old Mill House, la nueva mansión de Jimmy Page, para despertar a John Bonham, que llevaba durmiendo la mona desde la medianoche del jueves. Lo encontraron muerto, ahogado en su propio vómito después de que el día anterior ingiriese una cantidad ingente de vodka. Su muerte certificaba la defunción de una banda que llevaba años desintegrándose, víctima de su fama demencial, de sus desavenencias internas y de sus fantásticos excesos. John Henry Bonham –Bonzo, como lo llamaban colegas y amigos– tenía 32 años, dejaba viuda, dos huérfanos, una banda mítica destrozada para siempre, millones de fans desconsolados y un hueco irremplazable en la música rock.

Desde entonces, ha habido unas cuantas tentativas de resucitar el gran dinosaurio extinguido de Led Zeppelin, todas ellas en vano. No porque no hubiera un batería técnicamente capaz de suplirle a las baquetas –en su momento, se sugirieron los nombres de Cozy Powell, Carmine Appice y Bev Vevan, todos viejos amigos suyos­– sino porque no tenía ningún sentido que Led Zeppelin siguiera adelante sin uno de sus miembros fundadores. Jimmy Page, cerebro, guitarrista y alma mater de la banda, ha pasado el resto de su vida bajo la sombra de ese cuarteto inmenso que durante unos años fue el mayor monstruo musical del planeta. El concierto de Live Aid de 1985, con Tony Thompson y Phil Collins a la batería; el 40 aniversario de Atlantic en 1988, con Jason Bonham emulando a su padre; y la nostálgica reunión del 10 de diciembre de 2007 en el O2 Arena de Londres, otra vez con Jason Bonham; no fueron más que pálidos conjuros, artificios y mistificaciones para intentar imitar lo inimitable.

También se han escrito un montón de libros que han contado, desde dentro y desde fuera, los capítulos esenciales del mayor mastodonte del rock, aunque ninguno más detallado, apasionado y enciclopédico que Cuando los gigantes caminaban sobre la tierra: 50 años de Led Zeppelin, la biografía definitiva, de Mick Wall, que acaba de editar Alianza para conmemorar el medio siglo de existencia de aquella banda legendaria. No hay prácticamente nada que escape a las pesquisas de Wall, desde las constantes acusaciones de plagio a las infames orgías psicodélicas, pasando por las temerarias incursiones en el alcohol y las drogas o los estudios ocultistas de Jimmy Page, con páginas extraordinarias dedicadas a Aleister Crowley y Kenneth Anger.

Led Zeppelin: arder para siempre

Page ideó el grupo en 1968 desde la carcasa de The Yardbrids, donde sustituyó a Jeff Beck igual que Beck había sustituido a Eric Clapton; para ello recurrió a un bajista, teclista y arreglista de estudio impecable, John Paul Jones, y a un cantante, Terry Reid, que en aquel momento estaba embarcado en otra historia y le dio el nombre de un colega, Robert Plant, que no lo hacía nada mal. Cuando Page le preguntó qué aspecto tenía, Reid –el hombre más desdichado del rock– le dijo que parecía "un dios griego" y no exageraba lo más mínimo. Fue Plant quien dio el nombre de su amigo John Bonham, con quien había tocado en más de una banda, y a Page le bastó oírlo una vez, en el Country Club de Hampstead, para saber que había encontrado lo que andaba buscando, el contrapunto perfecto al bajo de Jones, una sección rítmica apabullante como una sala de máquinas.

El libro indaga no sólo en la trayectoria artística, la alquimia de esos cuatro o cinco álbumes deslumbrantes que cambiaron la música de los setenta, sino también en las debilidades, adicciones y paranoias de una banda mitológica que llevó el exceso a todos los niveles, con conciertos de más de tres horas, solos interminables, audiencias de más de 70.000 personas y un reguero de hoteles destrozados y demandas millonarias. Detrás de ellos, manejando los hilos, estaba Peter Grant, un ex actor y representante pantagruélico que conseguía los mejores contratos a base de amenazas y de cosas peores, que se rodeó de abogados y matones y que acabó por sucumbir al síndrome del rey Midas en que Led Zeppelin se embarcó casi desde su primera gira. Groupies despechadas, amenazas de muerte, borracheras inverosímiles, palizas intempestivas, montañas de cocaína, piscinas de heroína, accidentes de tráfico y enfermedades mortales forman el contrapunto inevitable a esos aquelarres de música donde las escaleras al cielo no llevaban realmente a ninguna parte. Al fin y al cabo eran sólo cuatro muchachos británicos que tuvieron demasiado éxito demasiado pronto y ninguno de ellos, ni siquiera Page, alcanzó a comprender que el zepelín que hicieron despegar a base de ritmos y melodías inolvidables estaba destinado a arder, como su tocayo, a arder para siempre.

 

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