Hay que reconocer que los estadounidenses saben hacer las cosas a lo grande, ya sea una Super Bowl, una gala de los Oscar o una bomba en Hiroshima. Ayer Donald Trump puso punto final a su presidencia instigando a sus huestes a que tomaran el Capitolio, lo cual supone una original forma de despedirse de la Casa Blanca, donde los presidentes o bien salen tranquilamente tras cerrar la puerta de atrás o bien los sacan tranquilamente en un ataúd. Asesinar presidentes es una entrañable costumbre americana avalada por cuatro precursores y se rumoreaba que Trump vendría a engrosar la tradición desde que juró el cargo. Así mismo, derrocar gobiernos y dar golpes de estado es otra entrañable tradición americana que los estadounidenses, al contrario que Halloween o el Día de Acción de Gracias, suelen celebrar fuera de casa.
Puesto que se trata de un presidente atípico, en lugar de destruir Irak o Afganistán, como hizo Bush, o de arrasar Libia y Honduras, como hizo Obama, Trump ha decidido prender fuego a su propio país. Del mismo modo, entre que el impeachment no terminaba de arrancar y que nadie se atrevía a cerrarle la boca, Trump decidió quemarse a lo bonzo, un suicidio por poderes en el que azuzó a sus fans con el reverso exacto de la petición de Lola Flores en la boda de su hija: "Si me queréis, irse". Con cuatro muertos, centenares de heridos, el congreso huyendo por piernas y el toque de queda decretado en la capital, al final le han cerrado la cuenta de Twitter, lo que en su caso equivale a una muerte cerebral.
Las imágenes de los seguidores de Trump tomándose fotos, pisoteando y profanando los lugares sagrados de la democracia estadounidense demuestran hasta qué punto era necesario el muro de contención en la frontera con México. Estados Unidos, que ha sembrado Latinoamérica de repúblicas bananeras, ha terminado por importar el modelo con notable éxito, hasta el punto de que ayer Washington parecía Caracas. De hecho, la democracia más vieja del mundo (con excepción de Pericles) lleva platanizándose desde hace décadas, colocando en el cargo de presidente a actores de mala muerte, saxofonistas fracasados, hijos de papá y cantores de jazz, hasta desembocar en un cartoon en tres dimensiones, un payaso multimillonario, ególatra y narcisista que podría clavar el papel de dictador latinoamericano apenas le tiñeran el pelo y le pusieran bigote.
Por sus belfos fruncidos, su mecánica gestual, sus berrinches, sus poses hitlerianas y su tono autoritario, a quien más recuerda Trump es a Mussolini, pero los medios oficiales y muchos de los otros no dejan de blanquear el neofascismo con términos cariñosos, confundiéndolo adrede con el populismo, intentando equiparar los extremos, la izquierda y la derecha, como en aquellos viejos tiempos en que el pacto germano-soviético terminó por darse un abrazo en Stalingrado. Esta misma estrategia de guante de seda permitió que ayer una horda de salvajes irrumpiese en el corazón de la democracia estadounidense y pusiera en fuga a sus representantes electos, cuando habrían bastado tres o cuatro cañones de agua para que todo se quedara en papel mojado. El blanqueo llega hasta hoy mismo: mientras algunos periódicos rebajan la intentona golpista a la categoría de "acto vandálico", Rivera, Abascal y García Egea han comparado este incidente con las manifestaciones pacíficas de "Rodea el Congreso", sin caer en la cuenta de su parecido con el 23-F y con sus propias, reiteradas e incendiarias declaraciones al denominar "golpista" a una coalición de gobierno elegida mediante procedimientos democráticos.
Ante la evidencia, constatada por las cámaras, de que al acto de investidura de Trump acudió una multitud mucho más pequeña que al de Obama, Kellyane Conway, consejera presidencial de Trump, dijo que afirmar lo contrario no era una mentira sino un "hecho alternativo". El propio Trump, con su mentalidad de niño de seis años idiota y mal criado, lleva proclamando una realidad paralela a la victoria de Joe Biden desde el día de las elecciones: ayer decidió llevarla a la práctica. Entre la glorificada Transición, el alicatado de la extrema derecha y la nauseabunda dictadura franquista presentada en el discurso navideño del rey Felipe VI como "un largo período de enfrentamientos y divisiones", los españoles de hechos alternativos sabemos un rato.
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