Punto de Fisión

La reina paga

Un retrato del príncipe Andrew en una calle de Londres. REUTERS/John Sibley
Un retrato del príncipe Andrew en una calle de Londres. REUTERS/John Sibley

Nunca dejará de asombrarme la fascinación que las monarquías siguen ejerciendo sobre sus súbditos, sean del país que sean y pase el tiempo que pase. A lo mejor se trata de un reflejo histórico, un tic ancestral que obliga a la genuflexión y a la reverencia ya sea en Tailandia, en Noruega o en Mónaco. El concepto de que existan seres humanos distinguidos genéticamente por el simple hecho de ser vástagos de determinada familia resulta tan ridículo a estas alturas del milenio que cuesta creer que haya más de cuarenta monarquías funcionando actualmente en el mundo. No menos anacrónicos y no menos ridículos son los pactos constitucionales por los cuales muchas de esas monarquías mantienen sus privilegios intactos. Sí, hay que verlo para creerlo, pero así son las cosas.

Yo lo comprobé en persona a mediados de los ochenta el día en el que el príncipe Felipe, actual rey de España, llegó a la Universidad Autónoma para su primera clase en la Facultad de Derecho. Por entonces yo cursaba Filología Hispánica y no podía creer que una inmensa muchedumbre de chavales -una multitud como no volví a ver otra en el campus de la Autónoma- decidiera parar las clases para recibir a su futuro monarca. Tuve que frotarme los ojos varias veces pero no había duda ni confusión posible: miles y miles de estudiantes aclamando a un borbón que saludaba encantado del cariño popular. ¿Aparte de nacer, qué había hecho Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia para merecer semejante homenaje? ¿Había escrito un gran libro? ¿Había ganado un torneo de tenis o de ajedrez? ¿Había salvado a alguien? ¿Había hecho un gran descubrimiento científico?

Desde aquel día soy tremendamente escéptico respecto a la posibilidad de que la república desbanque a la monarquía en un referéndum. Salvo dos o tres amigos, no vi a nadie que no estuviera encantado de aplaudir al príncipe y además estábamos en un entorno universitario cien por cien, atrapados entre una futura cosecha de abogados, médicos, traductores, físicos y matemáticos. No hay que confundir los deseos con la realidad y la realidad es que a la gente le encanta la monarquía, es un hecho. Asisten a las bodas reales, escuchan los mensajes de Nochebuena y cuando hacen chistes sobre la familia real saben que el chiste está para apuntalar la corona, no para derribarla. Incluso cuando un rey, como es el caso de Juan Carlos, pierde por completo los papeles a base de trapicheos, barraganas, fraudes y comisiones millonarias, la institución monárquica queda milagrosamente limpia de escándalos.

Con el príncipe Andrew la monarquía inglesa está viviendo sus horas más bajas, algo bastante duro de digerir en una familia acostumbrada a bajar del trono a los tabloides por comentarios racistas, divorcios sonados, asuntos de drogas, brazaletes nazis y toda clase de cornamentas. Para librar a su hijo de declarar en un vergonzoso juicio por abuso sexual a una menor, la reina Isabel de Inglaterra ayudará a pagar unas catorce millones de libras tras un acuerdo extrajudicial. El príncipe Andrew, uno de los puntales de la familia real británica, disfrutó de una educación exquisita y unos privilegios de clase que lo llevaron directamente a enredarse en las orgías pederastas de Jeffrey Epstein. Dicen que Andrew se ha convertido en un apestado para la opinión pública británica y que su castigo será, simplemente, apartarlo del cesto monárquico y mirar para otro lado. Tiene gracia que el gobierno de Boris Johnson exigiera a Netflix que avisara a la audiencia en cada episodio de The Crown de que la teleserie, que cuenta las andanzas de la familia real británica en el último medio siglo, se trata de una ficción. Netflix se negó en redondo, tal vez porque The Crown no es una ficción: es un cuento de hadas.

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