Hace unos cuantos años, en un mitin de Pedro Sánchez en la Gran Vía, entre gritos eufóricos de "macizo" y "tío bueno", oí a una señora que decía: "Me gustaba Rubalcaba, que era viejo y feo, no me va a gustar éste, que está como un tren". La frase resume no sólo la trayectoria ideológica del PSOE en las últimas décadas -junto a la biografía política de Pedro Sánchez- sino también al propio Pedro Sánchez, un hombre que ha hecho de la cosmética una forma de vida y que ha sobrevivido a toda clase de atentados, traiciones y puñaladas traperas con la cara intacta. Con tan poco tiempo en La Moncloa, aún es demasiado pronto para que a Sánchez se le ponga esa pinta de jarrón chino que Felipe González alcanzó en los momentos finales de su mandato, cuando hasta el más recalcitrante fanático del PSOE ya había comprendido que se la habían metido doblada.
Sin embargo, sólo en la última semana, entre la enésima negativa a investigar los crímenes del franquismo, el anunciado incremento del gasto militar y el abandono a su suerte del pueblo saharaui, el PSOE ha vuelto a demostrar para cualquiera que tenga ojos en la cara que no es más que la continuación del PP por otros medios. Más tarde o temprano, a la hora de la verdad, al mismo votante estafado una y otra vez con el referéndum de la entrada en la OTAN, la reconversión industrial, la reforma laboral o los GAL, le llega el momento de descubrir que el PSOE es únicamente otra manera de que gane la derecha.
Es conmovedor comprobar el amor ciego y el empeño de esos fans que, tras cuatro décadas de batacazos y caídas por las escaleras, todavía creen que uno puede ser marxista de la rama Harpo, a bocinazos, o republicano y monárquico a la vez, al estilo de la reina Letizia. Los votantes incondicionales del PSOE dan la misma pena que esas mujeres enamoradas hasta las trancas de un alcohólico o un ludópata, los cuales le han prometido mil veces no volver a probar el vino o no apostar jamás en las carreras de caballos, y que se encuentran al pobre hombre borracho perdido, cantando el Asturias, patria querida en el portal, o pelado hasta los calzoncillos tras regresar del hipódromo.
No obstante, los hinchas del PSOE siempre vuelven a por otra. No importa que embistan una y otra vez contra la muleta, en busca de la izquierda prometida y encontrándose siempre con una estocada del diestro en todo lo alto. No importa que en el programa electoral de 2019, Pedro Sánchez hubiese suscrito que iba a respetar "el principio de autodeterminación del pueblo saharaui". Parafraseando a José Bergamín en su particular análisis del toreo, cuando el PSOE le enseña la muleta a su electorado no lo está engañando, no: lo está desengañando. Si confiaban en Felipe, con su jeta de jarrón chino, o en Zapatero, que parecía Mr. Bean en los espejos del callejón del Gato, o en Rubalcaba, un secundario de lujo que tuvo que salir de las sombras, no iban a confiar en Pedro Sánchez, con lo guapo que es, el tío. Tan guapo como aquel tipo del chiste, que se atrinchera en silencio en la barra detrás de una copa, rodeado de admiradoras, y que cuando al final una le pregunta si no sabe hablar, dice: "¿Pa qué? ¿Pa cagarla?".
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