Punto de Fisión

Paz Padilla y la gloria literaria

Paz Padilla, en la presentación de su libro 'El humor de mi vida', en Madrid. E.P./Raúl Terrel
Paz Padilla, en la presentación de su libro 'El humor de mi vida', en Madrid. E.P./Raúl Terrel

Salvo ciertas excepciones que confirman la regla, el poder y la literatura nunca se han llevado muy bien, más allá de esos fugaces escarceos que oscilan entre la adulación y la horca. Virgilio compuso La Eneida en honor de Augusto y el emperador le correspondió con el regalo de una villa en Roma, pero en los últimos días de la vida del poeta la relación entre ambos era lo bastante delicada como para que Hermann Broch le dedicara La muerte de Virgilio, una de las obras maestras indiscutibles del pasado siglo y también de las más desconocidas. Media historia de la literatura española se escribió entre los barrotes de la cárcel, contando al Arcipreste de Hita, a Cervantes, a Lope de Vega, a Quevedo, a Mateo Alemán y a Miguel Hernández.

En sus coqueteos con la alta cultura, los Kennedy invitaban a la Casa Blanca a grandes figuras de las artes y entre los pocos que declinaron amablemente la invitación estaban el premio Nobel William Faulkner y el gran poeta e. e. cummings. Faulkner se excusó diciendo que una cena a mil y pico kilómetros de casa le pillaba demasiado lejos y que además no tenía ropa adecuada para el evento, pero que, si seguían teniendo ganas de conocerlo, el presidente y su señora podían ir a cenar a su casa de Rowan Oak, Mississippi, cualquier día que les apeteciera. Seguro que no se dio cuenta, pero es muy probable que esa chusca disculpa de Faulkner fuese el mayor honor que Kennedy recibiera en su vida.

Da bastante vértigo pasar de Virgilio, Cervantes, Quevedo y Faulkner a Paz Padilla, pero han sido los reyes de España quienes han tenido la ocurrencia de ponerse a montar su propia versión de Camelot en el Palacio Real. Mientras su antecesor en el trono, Juan Carlos I, solía circunscribir la cultura a los partidos de fútbol y las corridas de toros, Felipe VI ya ha organizado encuentros con Vargas Llosa, Carmen Posadas, Luis María Ansón y Boris Izaguirre. Ahora le toca el turno a Paz Padilla y cabe pensar si no sería mejor volver al fútbol y a los toros. Al parecer, Padilla ha sido invitada a un almuerzo en honor de Cristina Peri Rossi, último premio Cervantes. Habrá que entender que su contribución a la literatura consiste no tanto en los libros que ha despachado sino en que cada vez que Padilla aparece en televisión, miles de españoles se ponen a leer una novela y algunos incluso a escribirla.

Dejando aparte el sutil sentido del humor de Felipe VI y Letizia -y su casi infalible mal gusto literario-, hay que reconocer que la decisión de los monarcas se guía básicamente por los mismos criterios que rigen desde hace tiempo el tinglado cultural español, incluyendo editoriales y revistas literarias. Paz Padilla ha vendido 250.000 ejemplares de un producto de papelería y eso la coloca inmediatamente en el olimpo de las letras españolas, un lugar a donde no se llega más que a través de la caja registradora. Antes es muy posible que un editor se fijara en otras cosas -la prosa, el talento, la originalidad, la visión, la potestad de crear un mundo con palabras-, pero ahora todo se reduce a la capacidad de vender libros como salchichas.

No se trata únicamente de un problema editorial: recuerdo que hace ya bastantes años me sorprendió encontrarme con un suplemento cultural que dedicaba un número completo al lanzamiento de las nuevas aventuras de Harry Potter. Me parecía un disparate mayúsculo confundir arte y economía: un fenómeno de ventas con un acontecimiento literario de primer orden. Tan sólo unos años atrás ninguna revista literaria seria hubiera incurrido en el descrédito de incluir una reseña de Jean M. Auel, Tom Clancy o Robin Cook, por muchos millones de ejemplares facturados, no digamos ya un número de homenaje. Habrá que recordar que Proust, McCullers, Joyce, Woolf o Valle-Inclán, jamás destacaron por hacer millonarios a sus editores. Por no mencionar a Kafka, pobrecillo. Basta echar un vistazo a las listas de best-sellers publicados en Estados Unidos hasta la mitad del siglo para concluir que casi todo ha quedado en un montón de cebollones obsoletos, tochos ridículos y westerns del tres al cuarto. Salvo rarísimas excepciones, aparte de las cifras de ventas, no hay en ellos una sola página que se haya salvado del olvido.

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