Punto de Fisión

El problema de ser negro en Cuenca

Siempre que paso por Cuenca, voy a ver a mi amiga María Alcocer, una frase que es cierta y falsa al mismo tiempo, porque la verdad es que cuando voy a ver a mi amiga María necesariamente tengo que pasar por Cuenca. Es una amistad que empezó en Facebook, gracias a una tos que no se me quitaba ni a tiros, y en la que hemos acabado compartiendo confidencias, análisis médicos, poemas, libros, psicólogos, amistades, enemistades y dos amigos muertos.

Entre las muchas cosas buenas que ha hecho María, además de salvar vidas en el Hospital Virgen de la Luz, cuidar gatos y perros huérfanos, escribir dos o tres poemarios estremecedores, curar toses pertinaces y atender a hipocondríacos vía telefónica, está la de adoptar a un niño etíope, Sintaheyu. Cuando lo conocí, hace once años, me llegaba más o menos por el pecho y ahora me saca la cabeza. A los siete años, antes de aterrizar en Europa, Sinta ya había visto y sufrido cosas terribles -la guerra, el hambre, un hermano ciego, una madre moribunda-, experiencias que le hicieron crecer a la fuerza, madurar a toda hostia, enfrentar la existencia desde una atalaya de sabiduría que nos dejaba a los adultos boquiabiertos. Por ejemplo, cuando María le dijo hace exactamente un decenio que el gobierno había dado la orden de que no se atendiera a los enfermos que llegaran al hospital sin papeles, Sinta comentó: "Creía que había venido a un país civilizado".

Hablando de civilización, a Sinta le suele ocurrir -le ha ocurrido al menos cuatro veces- que la policía lo detenga en plena calle y le pida los papeles sólo por el hecho de ser negro. Quizá también influya un poco la circunstancia de que mide uno noventa con la estructura física de un jugador de rugby (de hecho, juega de tercera línea), algo que probablemente lo hace destacar entre el resto de compañeros y vecinos. En la última ocasión, después de enseñar el carné y de explicar que era ciudadano español, el agente en cuestión se disculpó con una frase que vale por una enciclopedia: "Es que no es lo habitual". Un negro de casi dos metros en Cuenca: como para no verlo.

Tenemos metido el racismo tan dentro de nuestra estructura psíquica, de nuestro lenguaje, de nuestra forma de entender el mundo, que lo primero que vemos de alguien es el color de la piel y de ahí ya deducimos la extracción social, la tendencia a saltarse la ley a la torera y los antecedentes penales. Por lo visto, ser un joven de etnia etíope de uno noventa en Cuenca vale casi por un certificado de precedentes. Puesto que lo habitual es que haya blancos por las calles, la policía no ve una persona: sólo ve un negro, una amenaza en potencia. En Amanece que no es poco, uno de los personajes, Ngue, es un negro al que le gusta posar por las noches como un pastor masái, lleva veinte años viviendo en una casa del pueblo y siempre que se lo tropieza, el tío Pedro echa a correr mientras exclama: "¡Coño, el negro!" Quién iba a decirme que era la escena más realista de la película.

Hace unos cuantos años, María escribió un poema con la voz de Sintaheyu, al que le gusta dormir acurrucado entre un montón de perros:

Sabía que no me iba a aburrir en esta casa,
cada día es distinto. Cada día sorprende
que seamos imperfectos. Sabía que no estaría
nunca más solo sin nadie, ni dormiría solo
ni habría perseguidores en los sueños

que no fuera yo mismo y otros miedos
hechos a medida. Ellos son perfectos.
Ellos miran como si no existieran
otra piel ni otro olor en la tierra,
sólo mi olor y mi piel únicos entre millones.
Te miran y saben que hay un jardín
en el pecho mismo donde van a jugar
hasta su muerte o la nuestra. Y después
no existe. Después del abandono
de la muerte no existe nada que puedan
inventar salvo reciclar la alegría.

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