Punto de Fisión

Dragolandia

Dragolandia
El escritor Fernando Sánchez Dragó, durante un acto de Vox en 2020.
Ricardo Rubio / Europa Press
(Foto de ARCHIVO)

En uno de los azulejos de su casa de Castilfrío de la Sierra, Fernando Sánchez Dragó se definía ante todo como escritor y viajero, y advertía que cualquier otro adjetivo que le adjudicasen sería "falso, anecdótico, casual, pasajero". Sin embargo, lo que se recuerda de él, pese al medio centenar de libros publicados, es el personaje, un personaje que fue construyendo a lo largo de su vida a base de polémicas y contradicciones, de decir un día una cosa y al otro la contraria, de meterse en todos los charcos, de ponerse siempre el mundo por montera, que era el título del programa de radio con el que ganó un premio Ondas y que tan bien definía ese ego monumental que no cabía en una plaza de toros. Una vez dije que con todo lo que había leído, viajado y visto, podía haber sido una enciclopedia viviente, pero Dragó era incapaz de apartarse de la contemplación de su propio ombligo, un estorbo que hacía que las novelas se le transmutasen en libros de memorias. En la primera que escribió, Eldorado, a los veintitantos años, y que publicó tiempo después, ya advertía que no había inventado nada. Exageraba, por supuesto.

Tuvo la amabilidad de invitarme a su programa Negro sobre blanco, una de las últimas ediciones, con motivo de la publicación de mi primera novela, y allí asistí en directo esa manía suya por colocarse en el centro de la escena. Me citó el verso de Rilke que yo había puesto de epígrafe de Nanga Parbat ("porque lo bello no es más que el comienzo de lo terrible") y me dijo que él también había usado otro verso de Rilke en su primera novela: "Una cosa es cantar al amor y otro a ese escondido dios fluvial de la sangre". "Y culpable" le corregí yo. Fernando se llevó el bolígrafo a la boca, un gesto muy característico, sonriendo al ver que aquel novato se atrevía a corregirle. "Escondido y culpable dios fluvial de la sangre", dije. "Ese es el verso completo".

No obstante, era un entrevistador de primera clase y, cuando tenía enfrente a un verdadero gigante de las letras (Gonzalo Torrente Ballester, Augusto Monterroso, Kenzaburo Oé), lo exprimía al máximo, con una sutileza y una profundidad que recordaban las inmersiones a fondo de Soler Serrano. Es verdad que luego perdía el tiempo preguntando por sus lecturas a alguien tan poco literario como José Mari Aznar, pero probablemente, aparte de hacer la pelota, estaba intentando repetir aquel momento glorioso en que Arrabal se levantó en mitad de una tertulia, borracho perdido, y proclamó la llegada del milenarismo. Una noche lo intentó con el propio Arrabal, con Luis Alberto de Cuenca, con Montero Glez y conmigo, y nos invitó a perpetrar una guerra de tartazos de nata, a ver si lograba remontar los índices de audiencia. Los mejores momentos televisivos, sin embargo, suelen ser improvisados y Dragó consiguió una especie de bumerán el día en que le tiró de la lengua a Cela confesándole que a él Günter Grass no le parecía digno de un Premio Nobel. Cela lo miró con cachondeo y dijo: "De lobo a lobo no se tira bocao".

Con el tiempo llegué a ser realquilado suyo, en un bajo de Jesús del Valle donde tenía de vecina a Esperanza Aguirre: a veces la vida te da hechas las metáforas. Dragó ya había dado el volantazo a la derecha, ese definitivo giro de guión que acabó encauzando a su personaje en una serie de antítesis ideológicas y estéticas imposibles de mantener, aunque él aseguraba que ideología no había tenido jamás y que todo lo hacía por divertirse. También por figurar, a menudo sin pensar en las consecuencias, como cuando soltó aquello de que se había liado con dos lolitas de 13 años en Japón y se armó un escándalo enorme en el que tuvo que recoger velas y explicar que había exagerado una anécdota trivial para convertirla en literatura. De hecho, en un libro de entrevistas muy anterior ya había comentado la misma historia en otro tono, y quienes lo conocíamos, aunque fuese de refilón, sabíamos que tampoco había que hacerle mucho caso.

Nunca paró de leer, de escribir y de montar pollos, pero era un buen tipo, a pesar de que en sus últimos tiempos le dio por jalear a Abascal, aliándose con la ultraderecha más analfabeta y montaraz de Europa. ¿Cómo iba a tomarse en serio a Vox un tipo que dijo que lamentaba profundamente haber nacido español? ¿Cómo tomarse en serio a Dragó? La verdad es que fue generoso no sólo conmigo sino con un montón de escritores a los que no conocía de nada y que probablemente estén en sus antípodas políticas, pero el personaje que había fabricado durante tantas décadas acabó por devorarlo. Momentos antes de morir de un infarto, colgó en Twitter una foto de su gato encaramado a sus hombros: "El gato Nano me da los buenos días. Él sabe que en la cabeza está el secreto de casi todo". Es un hermoso y preciso epitafio.

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