Hay unas cuantas leyendas que vertebran la biografía de Virgilio, el gran poeta romano que Dante escogió como guía en su viaje por los abismos del Infierno y el Purgatorio. En la Edad Media se decía que su madre, Maya, soñó un día antes del parto que daba a luz una rama de laurel que arraigaba en la tierra y crecía como un árbol enorme pleno de ramas, de flores y de frutos fantásticos. Se decía que el pequeño nació sin un asomo de llanto y que el álamo que plantaron para conmemorar su venida al mundo pronto sobrepasó a la hilera de álamos plantada mucho tiempo atrás. También que Octavio Augusto, el primer emperador, asombrado por su conocimiento de la genealogía de perros y caballos, le preguntó una vez por sus propios orígenes y que Virgilio se atrevió a decirle que era hijo de un panadero.
La tradición dice que el propio Virgilio era vástago de una familia modesta, probablemente hijo de un alfarero, lo que no acaba de encajar con sus estudios de retórica, filosofía y ciencias, ni con la ayuda que le prestó desde muy joven uno de los consejeros de Augusto, Cayo Mecenas. En agradecimiento dedicó a Mecenas las Geórgicas, un poemario que alaba los trabajos agrícolas y que completa la atmósfera campestre de las Bucólicas, una exaltación de la vida pastoril. Ni el lirismo ni la perfección formal, nada en la belleza imperecedera de esos libros presagiaba la magnitud de la epopeya con la que el poeta iba a responder al encargo del emperador al pedirle una obra que alabase su labor de gobierno y la grandeza de la civilización romana. Once años -los últimos once años de su vida- consagró Virgilio a la composición, la redacción y la corrección de la Eneida, un poema inmenso de casi diez mil hexámetros donde fabula el pasado quimérico de Roma a través de la figura de Eneas, el héroe troyano que vaga por el mar hasta llegar a Sicilia para cumplir el destino que le revela el alma de su padre muerto en su descenso al Hades.
Ningún otro escritor se ha propuesto algo semejante: equipararse a Homero en una tentativa sobrehumana cuyos seis primeros cantos evocan la Odisea, con los viajes y amoríos de Eneas, y los seis restantes la Ilíada, con la narración de las sangrientas guerras en Italia. "Apartaos, latinos; apartaos, griegos" escribió Propercio después de oír varios fragmentos inconclusos. "Algo más grande que la Ilíada está naciendo". Muchos siglos después, Voltaire dijo que si Virgilio era obra de Homero, fue sin duda la obra que le salió mejor. Ambos elogios quizá sean exagerados pero expresan el asombro ante un incomparable Partenón de palabras tallado en el mármol de la métrica latina y repetido con fervor durante dos milenios.
Verso a verso, Virgilio fue excavando las ruinas de Troya para resucitar a un héroe que pudiera alumbrar la fundación mítica de Roma entre ecos del pasado y del futuro: los frescos que Eneas contempla en un templo de Cartago, donde ve las figuras de Aquiles, de Menelao, de Príamo, de Pentesilea, de Héctor y de sí mismo; el escudo que le entrega su madre, Venus, y donde están grabados con detalle alucinante los episodios de la historia de Roma, desde la Loba que amamantó a Rómulo y Remo a los pormenores de la batalla de Accio, con el triunfo y la coronación de Augusto. Hay también una historia de amor imposible, la de Dido, la reina de Cartago que se enamora del caudillo troyano, se suicida incapaz de soportar su fuga y cuyo juramento de odio eterno prefigura el antagonismo mortal entre Roma y Cartago.
Al igual que el escudo imposible forjado por Vulcano, la Eneida es un milagro de equilibrio entre lo grande y lo pequeño, la épica y la lírica, el amor y la guerra, la historia y la fábula: un enorme poema fractal donde cada línea sostiene el edificio entero, cada palabra es una ola en el mar y cada imagen contiene el universo. Arma virumque cano, dice Virgilio al comienzo, "yo canto a las armas y al héroe", poniéndose orgullosamente en el lugar de la musa homérica. Aunque en otro idioma no hay forma de hacerse una idea de su energía, su colorido y su cadencia, la editorial Reino de Cordelia acaba de publicar una traducción prodigiosa, obra de Luis T. Bonmatí, que troca el flujo implacable de hexámetros en una miríada de endecasílabos perfectos. Esta edición monumental de más de 700 páginas se completa con el texto latino original, un preciso aparato de notas y una serie de ilustraciones de Federico del Barrio que parecen rescatadas del mismo templo cartaginés donde Eneas revivió la caída de Troya. Tal vez el volumen más impresionante, si no el más importante, publicado en castellano en mucho tiempo.
Virgilio tenía cincuenta y un años cuando hizo un viaje a Grecia para contemplar en persona los parajes que había reflejado en los primeros cantos; en Atenas se encontró a Augusto y decidió regresar con la embajada imperial a Italia. Enfermó gravemente durante la travesía por mar y murió en Bríndisi, no sin antes pedir que destruyeran el manuscrito de la Eneida, un deseo que no cumplieron ni Augusto ni sus amigos Lucio y Plocio. Según la colosal novela de Hermann Broch, La muerte de Virgilio, el emperador no podía admitir que se arrojara al fuego aquella alabanza inmortal a su figura pero tampoco privar a Roma de su gran epopeya, ese legendario vínculo con la estirpe troyana y con los dioses olímpicos. Algunos fragmentos habían sido leídos en público y la Eneida ya no pertenecía a Virgilio sino al mundo, del mismo modo que una carta es propiedad de quien la lee. Hoy, que sólo somos una sombra de ese imperio, que hablamos dialectos erosionados del latín y que nos regimos por leyes y costumbres romanas, aún seguimos al pie de la Eneida como bajo la bóveda más intacta y eterna de Roma.
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