Los setenta fueron no sólo la última e irrepetible Edad de Oro del cine americano, sino también el momento en que los directores tomaron por asalto las riendas de los estudios. Coppola, Spielberg, Bogdanovich, Polanski, Scorsese y Cimino hacían lo que les daba la gana, manejaban presupuestos enormes bajo la creencia de que todo lo que tocaban estaba bendecido por la gracia divina, arrasaría en taquilla y se convertiría primero en una obra maestra y luego en un clásico del séptimo arte. En 1971, William Friedkin entró por la puerta grande en ese selecto club de ganadores con The French Connection, un implacable policíaco a ritmo de locomotora que cuenta con actuaciones canónicas de Gene Hackman, Fernando Rey y Roy Scheider. Hay varias secuencias que marcaron época y que han sido imitadas mil veces, pero nunca superadas: en particular, la memorable persecución a llanta quemada por el laberinto de Nueva York y el juego entre el gato y el ratón en los andenes del metro.
Al igual que Spielberg y otros cineastas del Nuevo Hollywood, Friedkin había aprendido los trucos del oficio rodando teleseries, pero fue su experiencia como documentalista lo que dotó a su cine, y en particular a sus primeras grandes películas, de ese aire a verdad irrefutable, a calle pisoteada, a vida, a algo que sucede frente a nuestros ojos y no a través de una cámara. Los policías helados de frío, golpeando el suelo con los pies, comiendo perritos calientes en un callejón mientras vigilan la ventana del restaurante de lujo donde el traficante se pone las botas. Los cirujanos clavando una aguja a la niña endemoniada, con un chorro de sangre intermitente que salpica las sábanas. El guion, la producción, los diálogos, la fotografía, la banda sonora, el montaje –esa amalgama imposible entre distintas artes en que consiste el cine— adquiría en sus manos tal maestría que Coppola, que estaba terminando El Padrino, salió del cine apesadumbrado después de ver The French Connection, pensando que no había rodado más que una oscura obra de teatro sobre gente hablando.
Después de ganar cinco Oscar y de reventar la taquilla, Friedkin consiguió repetir el milagro dos años después con El exorcista (1973), una película que puso el género de terror patas arriba. Nadie quería filmar el best-seller de William Peter Blatty, entre otras cosas porque en la historia original no veían otra cosa que las torturas infligidas a una niña por parte de médicos y sacerdotes. Gracias a su olfato de sabueso, Friedkin adivinó todo eso y además, bajo el maniqueísmo y la evidente trama sobrenatural de la película, tocó los traumas infantiles con su propia madre y el temor masculino a los misterios de la menstruación. Descubrió a Linda Blair entre un desfile interminable de adolescentes que optaban al papel al preguntarle si sabía lo que era masturbarse. "Claro", respondió ella, "¿tú no?" Y supo que ya tenía a su protagonista. El sadismo del que le acusarían muchas veces dentro y fuera de la pantalla –actores, actrices, colaboradores, amigos, novias abandonadas— pocas veces llegó más lejos que en la secuencia en que Ellen Burstyn cae de espaldas al suelo: su gesto de dolor es auténtico y la lesión de columna la acompañó toda la vida.
En aquellos años intentaba dirigir su vida como si fuese otra película, con la misma falta de escrúpulos y el mismo afán perfeccionista con que incendiaba la pantalla. No quería tener hijos y su novia de entonces, la deslumbrante bailarina Jennifer Nairn-Smith, se negó a sufrir un segundo aborto. Enceguecido por el éxito, Friedkin sucumbió al mismo espejismo megalómano que hundió las carreras de Cimino y de Coppola y que casi hizo descarrilar las de Scorsese y de Spielberg, todos embarcados en proyectos multimillonarios y desquiciados –La puerta del cielo, Corazonada, New York, New York, 1941— que acabaron en ruina estrepitosa. La quimera de Billy Friedkin fue Carga maldita (1977), una soberbia película que pretendía emular un clásico del cine francés: El salario del miedo (1953), de su admirado Henri Georges Clouzot. En medio de un rodaje demencial en México y la República Domincana, Friedkin enloqueció y empezó a despedir actores, técnicos y especialistas. El presupuesto se multiplicó hasta extremos ridículos: sólo el pasaje de los camiones en el puente, bajo una lluvia torrencial –una secuencia de un poderío visual alucinante—, llevó varios meses. El resultado, que bien podría calificarse como el remake más ambicioso de la historia del cine, fue un sonado fracaso de público y de crítica que Friedkin pronosticó en uno de los primeros visionados de la película. "¿Qué le dije a Clouzot en París cuando me advirtió que no hiciera una mierda tan trillada?" le preguntó Friedkin a uno de sus montadores. "Que no se preocupara, que no la harías tan bien como él". "Pues no me equivoqué".
Desde entonces, pese a algunos intentos admirables como Vivir y morir en Los Ángeles (1985) e incluso al inesperado renacimiento de Killer Joe (2011), la carrera de Friedkin fue en caída libre. Nunca volvió a tener tanto poder en sus manos ni a disfrutar de triunfos tan espectaculares como los de El exorcista o The French Connection. Hace unos años llegó a comentar que, por desgracia, él nunca había filmado una auténtica obra maestra, una gran película al estilo de Buñuel, Mankiewicz o Huston. Su sueño, confesó una vez, era hacer en el cine una obra de arte comparable a la Quinta Sinfonía de Beethoven o a la Séptima de Shostakovich. Puede que no, pero anduvo muy cerca. Su cine y su vida se fueron apagando en la oscuridad, en el silencio, un error tras otro, como en el tenebroso final de The French Connection.
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