Punto de Fisión

Cent'anni de Italo Calvino

Cent'anni de Italo Calvino
El escritor Italo Calvino. AFP

Tras sufrir un ictus, el neurocirujano que intentó salvarle la vida dijo a la prensa que jamás había visto una estructura cerebral tan delicada y compleja como la de Italo Calvino. Parecía una frase sacada de uno de sus relatos, una correspondencia fractal entre creación y creador, una de esas sutiles arquitecturas que sólo Calvino era capaz de encontrar, como si el misterio de esos libros fabulosos y bellísimos estuviera cifrado en el laberinto de sus pliegues cerebrales. Dos semanas después, el 19 de septiembre de 1985, fallecía en Siena Italo Calvino.

Murió con 61 años, probablemente muy joven aún para recibir el Premio Nobel, pero de haber vivido más, era casi fatal que la Academia Sueca lo ignorase, del mismo modo que en su día ignoró a Kafka, a Woolf, a Lem, a Nabokov, a Borges. Al igual que todos ellos, Calvino resulta demasiado profundo y demasiado divertido a la vez, una combinación letal para los pobres académicos que confunden el aburrimiento con la seriedad y la genialidad con la pedantería. Escribió cinco o seis de los libros más hermosos del pasado siglo, tan deslumbrantes, tan radicalmente originales que realmente no pueden adscribirse a ningún género ni se parecen a ningún otro libro, ni siquiera del propio Calvino.

Es curioso que una institución que considera el compromiso político un ingrediente literario esencial obviara el hecho de que el joven Calvino se enrolara en 1943 en las Brigadas Partisanas para luchar contra los nazis y que su ideario antifascista apareciese transparente en sus dos primeros libros, Por último, el cuervo y El sendero de los nidos de araña. De esos comienzos casi autobiográficos, típicos del neorrealismo italiano –aún bajo la sombra de su maestro, Cesare Pavese, y de Elio Vittorini—, Calvino pasó a escribir fábulas fantásticas vagamente medievales: a comienzos de los cincuenta inició la trilogía Nuestros antepasados, compuesta por El vizconde demediado (1952), El barón rampante (1957) y El caballero inexistente (1959).

El vizconde que es partido por el medio por una bala de cañón turca y cuyas dos mitades emprenden vidas separadas –una dedicada al mal, otra al bien—, todavía trae de cabeza a los críticos, que se preguntan si Calvino quería expresar la alienación del hombre contemporáneo o también quizá la propia pelea interna del escritor dividido entre sus propios conflictos éticos y políticos. No menos espléndidas, simbólicas y ambiguas resultan la historia del barón Cosimo, que un día decide quedarse a vivir en los árboles, y la del caballero Agilulfo, quien no es más que una armadura vacía.

En medio de esa gozosa inmersión en la literatura fantástica, Calvino volvió al estilo realista para lanzar una certera sátira contra la polución en La nube de smog (1958), una novela que profetiza el movimiento ecologista. En 1963 volvió a adelantarse varias décadas con un libro cuyo título lo dice todo: La especulación inmobiliaria. Y el mismo año, con La jornada de un interventor electoral, se pregunta, entre otras cosas, si es lícito en una democracia permitir el derecho a voto a los locos, los viejos seniles y los enfermos en coma.

Con Las cosmicómicas (1965), Calvino recurre al disfraz de la ciencia-ficción para presentar a un personaje, Qfwfq, que hace apuestas temerarias sobre si habrá universo o no y recuerda el tiempo en que la Luna estaba pegada a la Tierra. El cuento del último dinosaurio que pervive como puede entre los mamíferos y que reconoce a su hijo marchando entre ellos alienta una meditación sobre el pasado cuyo asombroso final arranca las lágrimas. En todos los relatos subyace el recuerdo de sus padres, científicos y botánicos ambos, junto a un formidable sentido rítmico y visual heredado de las tiras cómicas.

Más lejos fue aun en Las ciudades invisibles (1972), donde entre las conversaciones entre Marco Polo y Kublai Kan van surgiendo descripciones de urbes imposibles y maravillosas en las que el futuro se dobla sobre el pasado o los vivos conviven con los muertos. Es un libro de tanta perfección y tal belleza ultraterrena que parecía que Calvino había llegado al límite, pero todavía se atrevió a ir un paso más allá en Si una noche de invierno un viajero (1979), una novela de estructura prodigiosa, compuesta de diez comienzos de diez novelas truncas donde el Lector y la Lectora en busca del texto perdido lo van viviendo al tiempo que el texto se despliega.

Calvino siempre quiso escribir un libro distinto cada vez, llegó a decir que le hubiera gustado firmar cada uno con un nombre diferente, puesto que había inventado un artífice específico para cada uno de ellos. También aseguraba que la condición ideal del escritor está próxima al anonimato, "cuando la máxima autoridad del escritor se desarrolla, cuando el escritor no tiene un rostro, una presencia, pero el mundo que representa ocupa todo el cuadro". Nunca hubo un escritor como él, nunca habrá otro escritor como Italo Calvino. Regocijémonos por la suerte inmensa de que haya existido.

Más Noticias