CARME MIRALLES GUASCH
En un momento en que nuevas directivas europeas de carácter liberal parece que quieren amenazar el pequeño comercio en la ciudad, y con él a los mercados municipales, es más oportuno que nunca reivindicar no sólo su existencia, sino también su vigencia. Europa es un continente de ciudades, diversas en tamaños, códigos y estructuras. Y si estas derivan de los mercados en todas sus formas y volúmenes, podríamos fácilmente concluir que los mercados municipales, aquellos de toda la vida, situados en espacios más o menos centrales de la urbe, son una parte indudable de nuestro paisaje cotidiano.
Las ciudades se leen, se entienden e incluso se juzgan a través de sus mercados. De hecho, cuando llegas a una nueva ciudad, una de las primeras visitas suele ser el mercado y, si es posible, el mercado municipal de la vida cotidiana, aquel donde las personas del lugar van a realizar sus compras habituales. Es uno de los lugares que da más información sobre esa nueva realidad que estás visitando.
En los últimos dos siglos, los mercados municipales han acompañado cada una de las etapas de la ciudad y, aunque en muchas ocasiones se les ha condenado por obsoletos y anticuados, han demostrado una capacidad de supervivencia y de adaptación superior a cualquier otra forma de expresión comercial. Sin embargo, no todas las ciudades conservan en buen estado sus mercados municipales, aunque aquellas donde se ha apostado por crear ciudad, también lo han hecho por sus mercados municipales.
Por un lado, se fortalecen los lazos con los productos de proximidad, los crecidos en nuestros campos y pescados en nuestros mares, con lo que se mantiene el conocimiento de la estacionalidad vinculada a los alimentos de temporada, por lo que en primavera nos alegramos de ver las primeras fresas y cerezas, y en otoño retomamos el gusto por las peras y las manzanas. Unos ciclos anuales relacionados con nuestros ciclos vitales, que a la vez protegen el medio ambiente.
También los mercados municipales son espacios de relación vecinal, de confianza entre compradores y vendedores, son lugares de encuentro y de sociabilización, de compartir experiencias intergeneracionales, de aprendizaje de sabores y olores. Es una de las pocas ágoras tradicionales que nos quedan en nuestras ciudades. Vale la pena invertir en ellos y cuidarlos, porque forman parte de nuestra experiencia vital individual y colectiva.
Carme Miralles Guasch es profesora de Geografía Urbana.
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