Llegaba a Madrid envuelto en un presagio de escándalo el musical sobre la vida de Ana Frank: ignorancia o el incienso de la polémica necesario en la actualidad para cualquier obra nueva. La combinación de campos de concentración y el género ligero era considerada frívola por más de uno. Bien, el miedo puede ser desechado: la obra, que se centra únicamente en la vida de Ana, no podría ser más respetuosa con ella y con el resto de los habitantes de la casa de atrás.

No, las pegas son otras: esos temores de cómo puede desvirtuar el arte una tragedia sólo son válidos cuando resulta mediocre el arte y manipulada la tragedia. La tragedia se mantiene intacta, aunque habrá detractores, porque Ana no se muestra como una niña demasiado simpática: tozuda, traviesa, egoísta, criticona... ni su entorno como ángeles de perfección; pero un espectáculo así no puede cubrir toda la complejidad del Diario, ni mucho menos las capas de interpretación añadidas con el tiempo, las circunstancias y la popularidad.

Más reparos muestra la calidad artística: se agradecen los medios de los que dispone (no en vano el musical es el espectáculo que mejor funciona de los últimos años), la magnífica escenografía, la dicción de los actores, a años luz de los balbuceos de muchos otros; sin embargo, las canciones se quedaban dentro del teatro. No continuaban en la cabeza, como un If I were a rich man, o un Memory, o un I was born under a wand’ring star. Agradables, pero anónimas, perdidas entre referencias a otras ya escuchadas, ninguna de ellas ha dejado más huella que la repetición de una historia ya conocida.
Nada de esto tiene que ver con la vigencia de la historia de Ana Frank; sólo confirma la apatía que arrastra la música, los intérpretes, los compositores contemporáneos: sin garra, con más reinterpretaciones que intérpretes con carácter. O, lo que aún es peor, únicamente con carácter. Lee Marvin no necesitó más voz que un hilo ronco. Se vende música como yogures: blancos y uniformes. Sabe todo a lo mismo.