La ganadora del concurso de belleza más importante de España ha sido, una vez más, una menor de edad; por apenas unos días, aún no había cumplido los dieciocho años, una fecha simbólica pero objetiva, que define claramente y por ley las actividades y las responsabilidades que un adolescente puede contraer.

De todas las connotaciones detestables de los concursos de belleza, quizás la más cruda, la más evidente, sea ésta. Dejaremos el resto de los intereses, de la frívola evaluación, de las justificaciones fáciles, para otro artículo. Aquí hablamos de una adolescente.

Es una muchacha preciosa, con un rostro dulce y rasgos sensuales, y un cuerpo que entra en todos los cánones de belleza actuales. Sin duda, la emoción que le embargaba no era fingida, y nadie la había forzado a presentarse al certamen. Tampoco vulneraba las normas exigidas. Sin embargo, el terreno pantanoso que se extiende entre lo que es tolerable para menores se convierte en una ciénaga cuando se abordan determinadas profesiones relacionadas con el aspecto físico: modelos, misses, deportistas, cantantes prodigio, niñas actrices... Es ése el caso de los varones, aunque la explotación de su aspecto como reclamo sexual o comercial no resulta comparable.

La bienintencionada frase de que se trata de una buena plataforma de promoción no resulta válida. Son niñas muy jóvenes, que deberían completar unos estudios básicos que en el caso de esta jovencita, se han interrumpido antes de finalizar segundo de bachillerato. La combinación de insuficiente formación y belleza física puede conllevar resultados desastrosos. Tampoco me sirven los escasos ejemplos de mujeres que han continuado con unos estudios y una carrera pese a su reinado de belleza. Son minoría, y por lo general, han continuado con una trayectoria profesional exitosa en el tiempo, algo muy poco probable en un panorama contemporáneo en el que se necesita un constante recambio de rostros, que devora vida privada, que insulta mañana a quien ensalza hoy.