Dentro del laberinto

Titania

Quizás por haber sido educada en una tierra en la que la riqueza debe pasar desapercibida, bajo riesgo de extorsión, rapto o muerte, me siento incómoda con la ostentación con la que algunos hacen gala de su dinero, sus conquistas, sus objetos o sus marcas: en definitiva, su mal gusto. Para quienes así se sienten, Hong Kong es una mala tierra. La mentalidad asiática, su cultura, marca un exceso siempre presente. Los rascacielos, la capa dorada de los relojes expuestos, el exceso de comida, encargada en demasiada cantidad de manera intencionada, provocan en quienes no entran en el mismo juego de exhibición un complejo de culpa, una extrañeza ante la arrogancia de quien así se muestra.

Quizás por ello no me gusten tampoco los concursos, ni las apuestas. La obra de Shakespeare que me resulta menos querida lo es sin duda por el carácter despectivo y arrogante de la reina Titania, otra chulita de tomo y lomo. Me agradan menos aún las exhibiciones de talentos, tan en boga ahora, sobre todo por parte de personas sin arte, ni voz, ni otra cosa mas que una ilusión alentada por la televisión y la promesa de la fama.

Ni las muestras públicas de devoción. Mi Hong Kong primaveral, el que me aguarda cuando regrese a Occidente, se llama Semana Santa. Para quien tenga fe, preciso es reconocer que Jesús condenó a los ostentosos, y premió a la pobre viuda que apenas podía aportar unos céntimos al templo, con discreción. Ni los terciopelos, ni los capirotes, ni las sillas y palcos alquilados, ni la compra de los puestos, ni el oro bordado sobre los mantos tienen mas explicación que la de ver y ser vistos. Una tradición, como muchas otras, con defensores tan acérrimos como otras tradiciones innecesarias. Rentable para el turismo, que todo lo compra y todo lo vende, incluso lo que debería resulta mas íntimo y doloroso, como las creencias. Conmovedora, para quien la viva desde dentro, sin duda: pero tan pagana, consumista, y declaradamente narcisista como la compra de un nuevo Ferrari.

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