Desde lejos

El Vaticano y los gays

Nunca he podido comprender la inquina contra los homosexuales. Siempre he pensado que, cuando las viejas culturas condenaron eso que se llamó aquí "el pecado nefando", era porque se trataba de grupos humanos minoritarios, sometidos a condiciones de supervivencia muy duras, que necesitaban poblar rápidamente los territorios y no podían prescindir de una sola gota de semen. Pero lo que en sus orígenes probablemente no fue más que un recurso considerado necesario, se ha ido convirtiendo con el tiempo en una profunda manía. ¿Acaso tendrá que ver con ese miedo indefinible que tan a menudo nos tenemos a nosotros mismos? ¿Con el pavor a dejar aflorar instintos que, aunque están en la naturaleza, nos han enseñado a considerar perversos y que tal vez muchos han sentido en alguna ocasión, latiendo en algún punto oscuro de su mente?

No lo sé.

En cualquier caso, a día de hoy, en casi 90 países del mundo –prácticamente todas las naciones islámicas, además de la India–, el deseo hacia las personas del propio sexo está penado con cárcel, incluso con cadena perpetua. O con el patíbulo: Arabia Saudí, Emiratos Árabes, Yemen, Irán, Mauritania, Sudán y algunos Estados del norte de Nigeria aplican la pena de muerte contra los gays, las lesbianas y los transexuales. La Asamblea General de la ONU intenta aprobar en estos días una resolución que aconseje a los países miembros despenalizar la homosexualidad. La resistencia es extrema. Y a la de los países musulmanes se ha unido la de la Iglesia católica: el Vaticano se niega a firmar un acuerdo que significaría demostrar respeto –o cuando menos compasión– hacia millones de seres. El Vaticano, con sus curas pederastas actuando por todas partes... ¿Tanto miedo tienen de sí mismos?

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