Dominio público

Educación, crítica, democracia

Juan Manuel Aragüés Estragués

 JUAN MANUEL
ARAGÜES ESTRAGUÉS

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Las movilizaciones contra el plan de Bolonia pueden servir de contexto para una reflexión en torno a un tema tan recurrentemente controvertido como es el de la educación. Un primer elemento de reflexión nos lo aporta el hecho de que la educación sea un tema "recurrentemente controvertido", cuando, si en un campo debiera propugnarse un acuerdo social duradero, es en este. Quienes procedemos de la enseñanza secundaria hemos sufrido en nuestras carnes la constante modificación de las leyes educativas en función de las orientaciones del Gobierno de turno, modificaciones que han conducido a una sensación de precariedad y volatilidad que en nada ha sido beneficiosa para el desarrollo de la función docente y que, por tanto, ha redundado de manera negativa en el alumnado. La educación se ha convertido en un caballo de batalla más entre los dos partidos mayoritarios, siendo su principal víctima la propia educación.
Resulta evidente que el sistema autoritario, jerárquico y memorístico de la época de la dictadura exigía una profunda reforma. Sin embargo, y es lo que aquí quiere subrayarse, las propuestas que han venido de posiciones supuestamente progresistas han producido resultados nada acordes con los valores que se decía defender. Y Bolonia puede ser vista como un hito más en esta cadena, en la que objetivos progresistas (crítica, participación, autonomía) pretenden ser alcanzados a través de unos métodos radicalmente formales y abstractos
–fruto de la psicopedagogía ambiente–, que acaban consiguiendo los efectos contrarios a los deseados.
Buena parte de las reformas aplicadas tanto en el ámbito de la secundaria como de la Universidad abogan, como objetivo no desdeñable, por la producción de sujetos participativos, activos, capaces de tomar en sus manos su propio futuro. Nada más atractivo desde una posición progresista. Sin embargo, esa misma participación que se reivindica como objetivo es negada en el proceso de gestación, debate e implantación de dichas leyes. Bolonia es expresión paradigmática de un proceso en el que la implantación de los grados se realiza de una manera tan precipitada, al menos en mi ámbito, que impide cualquier tipo de debate serio. Si tan beneficiosa es Bolonia, ¿por qué ese miedo a debatir, a ajustar los plazos para un verdadero debate social?

Esa participación se sustancia también, y bienvenida sea, en el marco docente. El alumnado ya no debe ser una materia inerte que recoge lo que el profesorado vomita desde la tarima, sino un sujeto activo en el acceso al conocimiento. Por ello, se le deben enseñar técnicas de acceso al conocimiento, de aprendizaje cooperativo. Sin embargo, en este país de extremos –que se tocan, en este caso–, este discurso viene acompañado de una desvalorización de la función docente, en la que el profesor se convierte en una especie de guía, un Sócrates redivivo, que no enseña, sino que acompaña en un proceso de aprendizaje en el que la carga queda de parte del alumnado.
¿Y por qué se entiende tan negativo que si el profesorado posee un conocimiento gestado a lo largo de muchos años de trabajo lo transmita directamente al alumnado? Comprendería que si el profesor es un mero reproductor de manuales se le coloque celo en la boca, pero dudo de que este modelo de profesor sea tampoco muy útil en cualquier otra tarea. Ahora bien: si las clases, como debe ser, son el resultado de la síntesis de decenas de monografías que el alumnado no podrá leer a no ser que decida especializarse en esa materia concreta, ¿dónde está el problema de la difusión del conocimiento? En esa dirección, la glorificación de las nuevas tecnologías no es sino uno más de los juicios en abstracto que se convierten en dogma de fe. No cabe duda de que dichas tecnologías se han convertido en un fantástico instrumento, pero un instrumento que no tiene por qué despreciar otras herramientas útiles y que, por otro lado, también posee sus zonas oscuras. Como toda herramienta, depende de su utilización, de su práctica, no de su consideración abstracta.
Se busca, desde esa perspectiva, la autonomía del alumnado. Estupendo, el buen alumno es aquel que no se contenta con lo que se le da, sino que toma la iniciativa en su proceso formativo. Pero autonomía no es decirle al alumnado lo que tiene que hacer: dos conferencias, diez horas de biblioteca, tres tutorías... Eso, más bien, es la más radical heteronomía, la tutela constante que hace al alumno más dependiente, pues ya decidimos nosotros por ellos qué es lo que deben hacer. En suma, una prolongación de la infantilización que tanto la sociedad como la propia enseñanza en sus niveles previos ha incentivado. Autónomo es el que decide ir a una conferencia porque tiene interés, la que navega por Internet para ampliar sus conocimientos, quien acude al profesor para pedir bibliografía adicional, no el que realiza todos estos gestos porque viene estipulado en un papel. ¡Si Kant levantara la cabeza, lanzaría la Crítica de la razón práctica a la cabeza de quienes adulteran de este modo el concepto de autonomía!
Por este motivo, cuando se habla de actitud crítica no se puede sino estar de acuerdo, pero se adivina que el camino no lleva a ese resultado. La tendencia psicopedagógica a valorar más los procedimientos y actitudes que los conocimientos en sí socava la posibilidad de crítica. Quiero decir que se puede debatir mucho de un tema, pero, si no se parte de un conocimiento razonable del mismo, el debate resultará estéril. Para ser crítico es preciso estar informado, poseer conocimiento, y es una tendencia común en el conjunto de Europa el descenso del nivel de exigencia como instrumento de superación del fracaso escolar. Es la propia administración educativa la que exige a los centros la no superación de determinados porcentajes de suspensos, cuya responsabilidad se tiende a colocar del lado del profesor (métodos inadecuados, excesiva exigencia). El igualitarismo, otro concepto abstracto convertido en tótem, ha sido, en su práctica, leído a la baja y no al alza.
Por concluir, la duda que se suscita es si este proceso de deterioro de la enseñanza es fruto de una bienintencionada mala gestión o una estrategia tendente a la laminación de sectores críticos. En cualquier caso, si la educación continúa, exclusivamente, en manos de expertos cuyo contacto con la docencia es mínimo o de una casta política sistémica más atenta a las controversias de partidos que a la Política con mayúsculas, nos veremos condenados a que la educación continúe en el estado de desprestigio que actualmente sufre. Trasvasar experiencias fracasadas de la secundaria a la Universidad no parece, desde luego el camino más adecuado. Acaso esa participación democrática y crítica de la que tanto se escribe, pero que luego se impide, pudiera ser una de las salidas.

Juan Manuel Aragüés Estragués es Profesor titular de Filosofía
en la Universidad de Zaragoza

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